domingo, 30 de agosto de 2015

Chef (2014) / Dir. Jon Favreau

Por A Lady

Ser purista con la comida es una de las peores cosas que alguien que quiera expandir su horizonte puede hacer. Las mezclas responsables y creativas de estilos y tradiciones en la cocina llevan casi siempre a descubrimientos gratos, pero el crossover que el chef de Chef lleva a cabo no tiene la menor coherencia con la historia: alguien que renuncia a su carrera cimentada por respetar sus principios culinarios experimentales termina por encontrar la eterna felicidad en la comida menos experimental. Esto, en principio, no suena tan incoherente para el desarrollo de una historia; pero si se le agrega la completa falta de un detallado proceso de transición entre los cambios de postura de este cocinero y el happy ending por demás inverosímil que termina siendo algo totalmente predecible y, lo peor, de mal gusto.
Carl Casper, interpretado por el mismo director del filme, es un personaje que nunca acaba de madurar y, si bien presenta momentos de iluminación durante la película (como cuando enfrenta al crítico de restaurantes), su desarrollo se estanca y contradice toda la ambición presentada en la primera mitad de la película. Aun con todo y ambiciones altas, su comida nunca acabó por antojárseme y tampoco me quedó nunca claro cuáles eran en verdad sus influencias culinarias: la comida cubana queda como la presencia clave, pero luego sale la carne asada y los buñuelos de New Orleans y resulta que el hombre sabe hacer eso y domina la cocina francesa y además es cocinero experimental, todo esto sin que el guión indique la fuente (más allá de que haya estado casado con una cubana) de todo lo que Casper sabe hacer o qué camino tuvo que recorrer para llegar a estas habilidades. No sé si tuvieron a algún director de arte o un advisor gastronómico, pero el apecto de todos los platillos que preparaba este hombre me pareció como el de la dieta de cualquier gringo que pese más de 250 kg. Especialmente ese sandwich de queso panela y amarillo bañado en aceite y puesto a la plancha hasta que el queso se hiciera una especia de masa Play-Do.
Uno esperaría que teniendo en el elenco a Dustin Hoffman (la mejor actuación de la película) y a John Leguizamo las actuaciones tomarían otro rumbo más excitante, pero el plano dramático es el standard de las summer movies de siempre. A pesar de toda esta tristeza, hay algunos puntos rescatables de todo este caos: las redes sociales como herramientas potencializadoras del consumo, ya que en ningún momento se muestra una escena en la que los clientes que llegan al food-truck de Casper gocen el deleite de comerse una verdadera torta cubana (una delicia, por cierto, pero sin ese baño asqueroso de mantequilla que le dan con una brocha); las ventas prósperas son el resultado de una de las mejores estrategias del marketing actual: hacer creer al cliente que están comprando no sólo un producto, sino las experiencias, los momentos de vida detrás del cocinar. Alguno que otro chiste funciona bien (como el de llamar a migración o el que le recuerden a Carl que está bien pinche gordo), pero el humor eufórico no es el fuerte de Chef. Incluso la parte de John Leguizamo como el amigo cubano de Casper resulta bastante irrelevante fuera del toque payasesco del patiño fiel del gran chef que pretende ser Carl Casper. En general, esta película cumple su objetivo, el cual es entretener (tal vez divertir) a una audencia que no busca más que recibir una narración sin pretensiones que los relaje un rato; sin embargo, esto no es suficiente para compararse siquiera de lejos con alguna de las películas anteriores de este ciclo.

Otras impresiones:
1. Sofía Vergara me cae bien. No sé por qué. Tiene todo para caerme mal y, sin embargo, me cae bien. Yo creo que es su acento.
2. Sigo acordándome de tanto aceite que corre durante las 2 hrs que dura este film.
3. Sólo algo se me antojó y no fue algo que haya guisado Casper: esa barbacoa texana de un exquisito color café rojizo. Babeo.
4. De repente están de moda en el D.F. las food-trucks y eso hace que me guste menos esta película. 

2 / 5

  
Por Keith Nash

Una película cuyo principal argumento es la búsqueda de nuevos horizontes, de vida y culinarios, que torpemente está llena de clichés, lugares comunes y estereotipos. Con actuaciones (todas) muy por debajo de lo aceptable, diálogos sosos, un ritmo lento, y un par de chistes mal contados, Chef de Jon Favreau queda para siempre en las “domingueras” (pero un domingo chafa y aburridón).
Después de hacer Lost in Translation (2003), Girl with a Pearl Earring (2003) y Match Point (2005), ¿que moverá a Scarlett Johansson a hacer el papel de “mesera 3” en esta mediocre película? Y además muy mal hecho. Entiendo que es ya una constante reciente en su carrera, ahí los horripilantes roles que ha representado en las franquicias de superhéroes. Lo mismo para Dustin Hoffman y ni que decir de Sofia Vergara que de su papel de divorciada porno/sensual con acento exótico (según el oído gringo) nunca ha pasado ni pasará,  por cierto es el mismo papel que hace en la teleserie Modern Family sin la mínima traza o cambio, hasta es exactamente el mismo look. Infame; y ya por último y porque no creo que merezca otro lugar si no el último, el director/protagonista de este sándwich (changúis lo definiría mejor), el sin chiste e insufrible Jon Favreau, que a lado del hijo más feo que se pudo encontrar, nos hace bostezar una y otra vez en una película cuya estructura y premisas daban para mucho más, una road movie bien lograda, por ejemplo, o alguna otra cosa, pero nada: una compilación de clichés y muy malas actuaciones.
Como todo en la vida, nada es total (observar la paradoja creada en la anterior frase) y la película sí tiene un aspecto que me gustaría resaltar, y es este mapa culinario que la nación norteña ofrece más allá de las estereotipadas hamburguesas y que lo hace en dos de las ciudades del sur que mayor aceptación a otras culturas tiene y que ha ido permeando muchos entornos y entre ellos el gastronómico, y además ciudades que en el intolerante y cuadrado sur de Estados Unidos resultan un oasis que bien merece ser conocido; ya se me antojaba Austin, hace tiempo y si está película tan ñoña logró hacerlo parecer interesante, es porque en verdad debe serlo y ni qué decir de la flor de liz del Mississippi: New Orleans (aunque Miami ni en ácido se me antoja).

Impresiones irrelevantes:
1. Qué buena está Sofía Vergara.
2. Muy muy buena Sofía Vergara.
3. El premio para el niño más tieso.
4. La película puede ser tomada como un tratado para aprender el uso de las redes sociales.
5. Hecho: nadie, pero así absolutamente nadie, le agarra el pedo a Twitter a la primera. ¡NADIE!

1 muy triste / 5

jueves, 27 de agosto de 2015

Super Size Me (2003) / Dir. Morgan Spurlock

Por Keith Nash

Cuando pensamos en epidemias surgen en la mente los grabados de Goya, cuerpos hacinados y pestilentes arreados en carretas, de muerte en las calles, cuervos y zopilotes infectos volando en círculos sobre ciudades lúgubres y desiertas,  y no la imagen de gringos cachetones, de niños corriendo histéricamente en algún playground y, menos aún, de ciudades vitales y boyantes con sus neones alegres y parpadeantes;  aunque viéndolo de cerca, tal vez,  el neoyorquino Andy  Warhol, lo mismo que el cesaraugustano, va retratando esta epidemia. Él, sus causas; el otro, sus consecuencias. Morgan Spurlock, por su parte, nos documenta de una forma divertida y arriesgada el fenómeno de los restaurantes de comida rápida en Norteamérica (y el mundo) los cambios culturales que estos han ido creando a su alrededor, el costo que generan al gasto público en contraste de las multimillonarias ganancias que producen a las grandes corporaciones y el cinismo con el que éstas han actuado durante décadas y otras muchas atrocidades.
En este documental podemos observar una premisa que a lo largo de este ciclo no había aparecido, (tampoco habían aparecido las hamburguesas ni los documentales) que es el alimentarse como un acto de la pereza más que del apetito mismo, para lograr este cambio en el paradigma cultural, las corporaciones (las malvadas corporaciones) han trabajado constantemente, arduamente, al inicio en silencio y en secreto, hoy con altavoz y anunciando su triunfo en grandes marquesinas; ha sido tal el impacto que incluso la aceptación del sobrepeso ha ido cobrando su lugar en la agenda de lo políticamente incorrecto señalar como un defecto físico. Hoy decirle gordo a un gordo está tan mal visto como decirle negro a un negro o marica a un marica y, sin embargo, a diferencia del negro o el marica, la obesidad sí es una cuestión de decisiones “conscientes” personales. El nuevo paradigma de la “predeterminación genética” es claramente utilizado para deslindar a las compañías de sus responsabilidades latentes en la expansión y desarrollo de una pandemia que atrae millones y millones de dólares hacia sus bolsillos (curioso que ese rasgo genético apareciera al mismo tiempo que su florecimiento e impactara a la población en la misma época y lugares  en que ellos desarrollan y explotan el mercado).
Aunque documental burlesco, conforme avanza se va poniendo cada vez más serio, las condiciones de salud de Spurlock que se deterioran en forma expedita y sorprendente, el señalamiento de los vacíos culturales que esta manera tan frívola de hacer negocios va generando y, al mismo tiempo, va rellenando este sistema y, sobre todo, la muestra que el tipo de alimentación no sólo va marcando o determinando nuestra talla, sino que nos pone en claro el hecho de que también va infiriendo en nuestro comportamiento diario, en nuestra disposición de hacer o no hacer cosas; parece que dijera “comes como idiota, actuarás como idiota” y la terrible afectación que esto ha ido generando en la parte de la población más vulnerable que son los niños adoctrinados y convertidos en adictos de estos restaurantes y a la serie de químicos procesados y presentados en forma de hamburguesa.
Todo este documental me recuerda y me reafirma lo que dice Borges en uno de sus cuentos: “en el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y repetía su propio fabricante.”
Lo bueno que el McDonald’s del lugar donde vivo se lo llevó a la chingada un huracán hace casi un año y, al parecer, no lo volverán a abrir.

Impresiones irrelevantes:
1. Me hizo falta saber cuánto dinero gastó durante ese mes, ese dato hubiera sido interesante tenerlo; en México un McDonald’s dista mucho de ser un lugar económico.
2. “Cada que pase frente a un McDonald’s le voy a dar un puñetazo a mis hijos”. Siempre muero de risa con eso.
3. Que bonitas las escaleras pintadas de rojo en el edificio donde vive Morgan Spurlock.
4. John Lennon pasó de ser un Beatle asesinado a un Big Mac enthusiast. Bien triste.
5. Don Gorske tiene su entrada en Wikipedia, por si gustan.

Pues le doy 4 / 5, aunque tal vez no merece tanto, pero me cae muy bien este documental.


Por A Lady

Mentiría si dijera que no me gusta la comida rápida gringa. Que conste que cada país tiene su propia comida rápida y no necesariamente saludable, p. ej. los antojitos mexicanos. Ésos también me gustan. Sin embargo, siempre después de ver este documental me quedo asqueado de la comida grasosa y empiezo a mirar las hamburguesas y los tacos de canasta con recelo. Lo que diferencia abismalmente el consumo de las distintas fast-foods nacionales es su manera de mercadeo e imposición comercial. Super Size Me documenta este factor de manera más que convincente y señala los espacios vacíos que la correctitud política ha establecido en las sociedades occidentales (especialmente en la gringa) con respecto a la alimentación propia.
Uno de los comentarios más acertados acerca de la comercialización de las trasnacionales de fast-food es que, en realidad, estas empresas han creado necesidades en ciertos sectores de la población (como toda buena empresa) apoyándose en la imagen creada de economía, practicidad, sabor tradicional y adecuación a un mundo que vive a un ritmo frenético. Las posibilidades y fuerzas de voluntad han demostrado que estas nociones son falsas o, por lo menos, franqueables la mayoría de las veces y que los clientes asiduos del McDonald's y el Burger King y el KFC y el Wendy's no siguen en realidad necesidades propias, sino mecanismos de manipulación de consumo. Una de mis partes favoritas es donde se insinúa que la gente que se alimenta de estas cosas es, por consecuencia, gente idiota y que su capacidad intelectual es proporcional a la calidad de su alimentación; otro punto que encuentro más que acertado es la propuesta de acabar con la postura de tolerancia hacia la obesidad: en países como USA y México, la obesidad es el caso normal de gran parte de la población nacional y es un problema no sólo de salud, sino también económico y social, ya que entre más obesidad, más enfermedades y mayor negocio para las aseguradoras y (esto depende de la honradez de los dirigentes) más gasto en servicios médicos que podrían ser evitados. La obesidad, como el alcoholismo y el tabaquismo, debe ser insertada en la consciencia social como lo que verdaderamente es: una enfermedad que cuesta millones de divisas por año y que, en la mayoría de los casos, es totalmente prevenible.
Morgan Spurlock abre muchas cuestiones sin dar una respuesta definitiva a todas, lo cual es bueno para la participación del criterio y opinión del espectador; en el sondeo que hace a un par de jóvenes negros es evidente que los recursos económicos de la clase a la que pertenecen los entrevistados son por demás limitados y el acceso a alimentos nutritivos (dejemos ya orgánicos) o una dieta más selecta les está excluida; otro de estos planteamientos abiertos es el cambio de conducta que se muestra en una escuela pública con un estudiantado problemático al cambiar su dieta de los recesos: sería interesante ver que pasaría si a los niños mexicanos les estuviera bloqueado el acceso a alimentos chatarra durante sus horas de escuela. Igual y habría menos delicuencia juvenil o menos futuros obesos mórbidos.
Este filme posee la característica de los buenos documentales: no dar respuestas definitivas, pero presentar pruebas contundentes; es un plus que Spurlock haya hecho de su documental un tipo de cinema verité al someterse a tal tortura corporal y hacerse voluntariamente evidencia viviente de su objeto de estudio. Si bien el filme es un poco demasiado corto y tienen algunas escena de más (como Spurlock llamando a los directivos de McDonald's más de una vez), su valor general es buenísimo.

Otras impresiones:
1. Qué pinche miedo que los doctores no tenían evidencias médicas de lo que la comida de McDonald's le hace al hígado.
2. A la novia se le veía muy preocupada por la posibilidad de que acabara cogiendo con un gordo Gorgory. Completamente entendible.
3. Al John Lennon-come-hamburguesas deberían de estudiarle el metabolismo. Podría tener el secreto de la eterna delgadez.
4. Esta película justifica mis aversión hacia los gordos estorbo (o sea, gordo, lento e idiota) de la Ciudad de México.  
5. Creo que no se me antojará comer hamburguesas como en medio año.
6. Eso de que la tradición culinaria mexicana absuelve los daños de salud que provocan los antojitos es una de las cosas de las que me puedo reír.

4 / 5

martes, 25 de agosto de 2015

Big Night (1996) / Dir. Campbell Scott & Stanley Tucci

Por A Lady

Muchas de las buenas películas sobre comida que he visto se desarrollan en un ambiente pequeño. Debo explicarme con más detalle: ninguna de las películas de este ciclo (con excepción de Willy Wonka and the Chocolate Factory) desarrolla su argumento en un espacio físico muy amplio; ya sea en una cocina doméstica en México o Dinamarca de principios del s. XX, en un modesta fonda de ramen en Japón o en una restaurante lujoso oprimido por el pobre gusto de un tirano, la preparación religiosamente minuciosa de los alimentos acontece siempre entre cuatro paredes y con pocas presencias humanas, ya que en ellas la multitud es sinónimo de descontrol, de caos, de pérdida de esencia. Justo este aspecto del bien cocinar es en el que se concentra Big Night, una película que ha pasado casi totalmente desapercibida desde su estreno en 1996 y realizada por el mayoritariamente actor Stanley Tucci y su primo Campbell Scott. Es una película independiente y "pequeña" en términos de presupuesto y de enfoque espacial, pero la profundidad de su exposición es una de las más maravillosas que yo sepa el cine ha ofrecido sobre el tema de lo que nos llevamos a la boca (con fines gastrónomicos).
Poco después del inicio hay una escena en el que un matrimonio de gringos de los 50's son los únicos comensales en el restaurante italiano de los hermanos emigrados y no llamados por casualidad Primo y Secondo (la interacción entre ambos puede entenderse como una secuencia de pasos, de requerimientos, y tal vez de jerarquía, en la elaboración, apreciación y administración de la comida) y es, a la vez, chusco y cagante ver cómo los gringos a güevo quieren mezclar con espagueti (para ellos esta pasta es la guarnición obligatoria de) todo aquel platillo que en sus mentes tenga pinta de italiano, sin importarles que lo único que consigan con esto es embutirse cantidades absurdas de carbohidratos. Desde aquí la película empieza a dejar en claro su punto: Primo y Secondo, con la esperanza de alcanzar su american dream y manejar un Cadillac, llevan a USA toda su fuerza creativa y obsesión aplicada a la cocina de su país natal. Si bien mencioné que su interacción es por demás positivamente complementaria, las aspiraciones de cada uno, en su esencia, no podrían ser más distintas. Mientras Secondo, el hermano menor, desea convertirse en un restaurantero exitoso y amasar fortuna, Primo está mucho más preocupado en cosas más cotidianas, pero no menos relevantes: poder hablarle a la florista gringa que le gusta y seguir cocinando con el mayor respeto al conocimiento de la preparación y el consumo de los alimentos. Primo es el poseedor de la obsesión artística; Secondo, el businessman con limitado atrevimiento, pero, para su desgracia, con demasiado respeto de lo bien hecho y poco inclinado al autoengaño. Como se intuye del posible efecto que estos dos factores podrían producir, su sueño americano es uno fallido. Una de las escenas más humanas de todo el filme es la toma final: los hermanos sentados, desayunando y con la certeza de que, muy probablemente, su vida en el nuevo país haya terminado ya con su esperanza de prosperidad.
Aún así, este "fracaso" es en realidad una victoria frente al engendro que les salió en el camino gringo: la mutilación sin escrúpulos de una tradición gastrónomica (la italiana) con el único fin de hacer mucho varo dándole a cierta gente de comer lo que le apetece, a gente que no espera un ritual histórico, multisensorial e incluso didáctico a la hora de comer, sino una simple satisfacción de muy repetitivos apetitos basados en la cerrazón, cuyo única exigencia es que se corresponda totalmente a sus expectativas. Comer con un superior desprecio a la creatividad, a la historia, a la diversidad y al proceso cognitivo en general. Pascal, el restaurantero exitoso de la esquina, es el personaje que satisface estas necesidades (porque, siendo sinceros, alguien se las tiene que satisfacer y, por lo regular, hace bastante dinero alimentando a la gente con basura), sin embargo, su prosperidad no va más allá de lo económico: su esposa, una lacónica y esplendorosa Isabella Rossellini, es un ejemplar perfecto de la trophy wife, la cual prefiere coger por las tardes con Secondo (la vida) a pasar las noches encerrada en el restaurante italo-americano de su chaparro marido.
Una de las secuencias inolvidables del film es la de la cena y sus tiempos. Desde la cálida convivencia del aperitivo coqueto para hacer hambre (algo que en la actualidad es difícil de experimentar si tus comensales acompañantes tienen un celular a la mano), pasando por la sopa, los primeros: tres tipos de rissotto (una de las cosas más exquisitas que he visto en pantalla) y una invención soberbia e impasible que fue bautizada timpano (como el estudio independiente de Tucci y Scott), los segundos y, finalmente y con su debida démora entre sí y los segundos, lo dulce, que, literalmente, se esfuma en el aire. La felicidad en los rostros de los comensales y sus ganas de bailar y de besar gente son el reflejo del efecto interior de lo que están degustando, sintiendo, con mayor o menor grado de consciencia, que al comer eso que los hermanos han preparado para ellos, están haciendo un acto de amor hacia ellos mismos y perciben la necesidad de irradiarlo en su entorno. Ese sentimiento después de una comida gloriosa lo resumen tres de las mejores líneas del guión, hecho también por Tucci y Scott. Una la dice la Rossellini al agredecer con semblante serio y en futuro: "Thank you for the best dinner I will problaly ever have"; la otra dicha por una comensal de la cena estelar, llorando por el recuerdo: "My mother was such a terrible cook"; la tercera dicha por Primo, al refererise justo a lo que te queda por hacer al terminar una cena insuperable (y muy cercana en esto a Babettes gæstebud): "You have to kill yourself after you eat it because you can't live! To eat good food is to be close to God".

Otras impresiones:
1. En 1996 en mi pueblo provinciano del Golfo de México, Marc Anthony era ya una superestrella de la salsa; en USA sólo le daban papeles de mesero sin diálogos.
2. Otro aspecto de cocinar con ética: ayudar, dar al que no tiene o no conoce.
3. Mi Spotify tiene ya como 59873 reproducciones de Mambo Italiano de Rosemary Clooney.
4. Las cenas, los pocos amigos, la noche.
5. Cuando quieren, los italianos son los únicos e insuperables sex symbols del mundo. Punto.

4½ / 5

domingo, 23 de agosto de 2015

Como agua para chocolate (1993) / Dir. Alfonso Aráu

Por A Lady

Como agua para chocolate es una de esas películas que mis padres veían con gusto y trataban de cachar en la programación de Televisa cada vez que era anunciada. Sorprendentemente, la versión que la televisora transmitía era la versión original íntegra de 123 min., la cual ha sido hoy día sustituida en la distribución comercial por el corte internacional horrendamente editado. Mi capacidad adquisitiva de nuevo adulto se dio demasiado tarde para adquirir una copia de la versión larga del filme, por lo que trataré de valerme de la versión recién revisitada (la horrenda) y de las escenas que mi memoria, siempre traicionera, más o menos conservó a lo largo de los años.
Me es ahora entendible por qué el libro de Laura Esquivel ha sido, más allá de sus méritos y defectos literarios, un caso ejemplar para la traducción interlingüística, y la traducción intermedial (esta película) no está exenta de los mismos procesos de traslado: la historia y sus realia de gastronomía y cultura doméstica mexicana son atractivos en sí por resultar exóticos o familiares a los receptores potenciales y es, de esta manera, fácilmente comprensible que el corte para distribución internacional (105 min.) sea, en su mayoría, un collage de escenas a veces inconexas enfocadas a mostrar el encanto extravagante de los guisos y remedios caseros que en la imaginación de Esquivel corresponden al norte de México de finales del s. XIX. Los traductores de todos los idiomas en los que se ha vertido este libro han sufrido inmensidades al trasladarlo (existen estudios descriptivos sobre las diferentes propuestas de traducción del habla de Chencha y de la terminología culinaria de México a diferentes idiomas); en el cine, sin embargo, el espectador la tiene mucho más fácil, ya que el encuentro con la cultura de salida (la mexicana) es mediada por una edición que subestima a su receptor y lo hace un receptor pasivo al mostrarle sólo las escenas que no podrían ser rated-R, sino, en el peor de los casos, PG-13. Curiosamente, las escenas eliminadas son las que más recuerdo de mi infancia: cuando Mamá Elena sale, escopeta en mano, a enfrentar a un grupo de revolucionarios que, sin que ella lo sepa, van comandados por Juan, el raptor y amante de su hija Gertrudis, y les advierte que tiene "muy buena puntería y muy mal carácter"; cuando el Dr. Brown le acomoda a Tita la nariz que Mamá Elena le había dislocado de un cucharazo de madera; cuando Tita, que no quiere hablar, escribe en la pared del laboratorio del Dr. Brown que la razón de por qué no habla es: "Porque no quiero"; cuando Chencha urde una mentira monumental, yendo de un lado para otro de la frontera entre México y USA, para no tener que decirle a Mamá Elena que Tita jamás regresará al rancho por orgullo y, en vez, le inventa que la niña Tita se había vuelto pordiosera; cuando Mamá Elena sobrevive a la violación de los revolucionarios y queda paralítica y a merced de los alimentos que Tita le prepara, por lo que, siendo consciente de lo que le hizo a su hija, alucina que la comida está amarga (envenenada) y deja de comer, hasta que muere de tanto vomitivo que ingiere. Todas esas conexiones narrativas me faltan en este momento.
La comida tiene un papel que hoy en día es ya trillado: el de la magia de la sensualidad y la transmisión de los sentimientos. Algo que cierto tipo de realismo mágico procuró y acabó por hacer un lugar común. Sin embargo, me gusta (tanto en la película como en la novela) la manera en que la comida resulta ser un álbum de memoria, algo que no debería ser olvidado (porque la cochinita de la abuela no es la misma que la de Tacos Pepe) y que contiene no sólo instrucciones e ingredientes, sino también todo tipo de vivencias gratas e ingratas, las cuales pueden (y deberían) ser parte de la herencia familiar: la cocina doméstica como permanencia de la memoria. 
El factor sobrenatural representado por el fantasma de Mamá Elena (que en muchas, pero muchas familias mexicanas es más tangible que sobrenatural), los efectos de la comida de Tita, etc. va muy de acuerdo con la cultura mexicana. Otro factor que me pareció acertado es la relación de la pestilencia corporal que se quiere ocultar, pero sale a relucir a toda costa debido a la naturaleza vil de sus individuos portadores (Rosaura).
La historia de la producción de esta película está llena de chismes y conjeturas y más de uno sabe que Aráu no le pago a muchos del equipo y se embolsó todas las ganancias. Sin embargo, eso es irrelevante para una valoración objetiva, que, en términos de importancia histórica, debe considerar la limpieza de los valores de dirección de arte y fotografía (Lubezki estaba haciendo la foto, antes de que Aráu lo corriera a medio rodaje) y que fue el momento en el que una película mexicana ha estado más cerca de los valores tñecnicos y artísticos de un buen melodrama de Hollywood.
Aun así, una valoración objetiva debe también mencionar las actuaciones acartonadas de muchos de los actores, especialmente de Claudette Maillé (Gertrudis) y de una de las peores decisiones de casting: Marco Leonardi (Pedro) con doblaje de telenovela. Sorpresa que da la vida es que las actrices de telenovela de Televisa dan las mejores actuaciones: Regina Torné (Mamá Elena), Maragarita Isabel (Paquita Lobo, la vecina metiche), Pilar Aranda (Chencha) y Ada Carrasco (Nacha) son las banda de mujeres que le dan el mejor toque melodramático al film y demuestran que si para algo sirven las actrices mexicanas es para hacer chillar y reír. Lumi Cavazos (Tita) es más guapa que buena actriz y Mario Iván Martínez (Dr. Brown) nunca me ha caído bien, ni como actor ni como personalidad, aunque reconzoco que su actuación aquí es más que regular. 

Otras impresiones:
1. Hubiera estado bien chido que se hubiera incluido el pasaje del libro en el que (¡spoiler!) al sargento Treviño, ayudante de la generala Gertrudis, se le encarga la captura de un soldado infiltrado que mató a una soldadera (feminicidio en la literatura mexicana). Treviño termina por matarlo en un prostíbulo al darle un balazo, golpear el cadáver y castrarlo, ya que ese mismo hombre era el violador de su hermana y de su madre.
2. Qué bonitos ojos de la niña Tita. Lo que se anda comiendo el Joselo de Café Tacuba.
3. Coger montando un caballo antes de morir.
4. La canícula es una de las cosas más insoportables de la vida y, para mi desgracia, no me gusta la sandía.
5. Esas codornices en pétalos de rosa podrían ser un buen intento de cena de Navidad.

Versión 105 min: 2½ / 5                           Versión 123 min: 4 / 5


Por Keith Nash

Receta y los ingredientes:
Cada uno de los elementos que forman parte de un gran platillo debe de converger de modo preciso, la cocina (como el humor) is all about timing. En la ejecución de cada receta, en la preparación de cada platillo se va entregando un pizca de nuestro ser. Una película que de manera suave y dulce, nos lleva a reflexionar acerca de las tradiciones y costumbres de un país ya casi por completo extinto, dejando atrás algunas infortunadas costumbres pero llevándose también de paso otras cosas que para bien seria conservarlas vivas y latentes.
A través de sus platillos, Tita (Lumi Cavazos), que naciera en la cocina entre cebollas y cacerolas, nos va evocando los diferentes sabores que pueden encontrar las emociones, el pesar lacrimoso de ver en brazos de otra al amor de nuestras vidas, la dicha y el placer que causa el cocinar para quien amamos; castigada por una tradición familiar y por el constante azoro de su madre Doña Elena (Regina Torne), va encontrando siempre la manera de mantener encendido el fuego de sus propias ilusiones, atiza con paciencia y sopla con determinación, logrando al final convertir en humo y cenizas todo aquello que la encerraba, y dejando tras de sí un legado de sabiduría y dulzura.
A lo largo de la película es inevitable mantener una sonrisa constante, jocosa lo mismo que inteligente, divertida lo mismo que vasta.
Un detalle que llamo mi atención fue una referencia a Macario de B. Traven, el tragón emblemático de la literatura y el cine (no me atrevo a decir mexicano aunque en cierto modo lo es, pero en otro, no), al anunciar la muerte del papá de Tita un ser con un sombrero alto y un crisantemo en la solapa apaga una vela, después se ve a Doña Elena recibiendo pésames por la muerte de su esposo.
Por ultimo las metáforas, de entre todas las que usa, las que más me parecieron maravillosas son las que hacen uso del fuego como creador y conductor de emociones; incluso ahora arde en mí el deseo de leer y quemarme entre las páginas del libro de Laura Esquivel.

Impresiones irrelevantes:
1. El nombre Emmanuel Lubezki asoma siempre que alguna producción mexicana o con participación mexicana que vale ser vista.
2. ¿Cómo traduces el lenguaje de las cocinas caseras?
3. Mi reino y estos bonitos pasos por unos chiles en nogada.

3½ / 5

jueves, 20 de agosto de 2015

The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover (1989) / Dir. Peter Greenaway

Por A Lady

Ya había sospechado antes que a Greenaway le gusta Shakespeare; con esta película lo confirmé. Desde el niño albino que canta como el espíritu Ariel que augura, previene y sufre en The Tempest (obra que Greenaway también adaptó al cine y en la que aparece un personaje casi calcado de éste), pasando por el humor vulgar (como el de Falstaff)  y hasta las revanchas dignas de King Lear. Este filme es un verdadero eye-candy y casi en todo momento da señales de sus intertextualidades visuales: Rembrandt está especialmente presente, pero el estilo completo de los pintores flamencos del s. XVII es una constante en la composición de cuadro de Greenaway. Eso me confirma una vez más lo que, con frecuencia, refutan muchos espectadores inexpertos o, de plano, insensibles o pendejos: el cine es, en su mayor parte, imagen. Cada cuadro de la película está severamente planeado y ejecutado y me dan dolores placenteros nomás de pensar las veces que Helen Mirren y Michael Gambon tuvieron que repetir cada escena para satisfacer al director.
La comida juega un papel que es más cotidiano de lo que la exageración de la situación ficticia hace suponer. La pieza culinaria más exquisita o trabajada posee sólo una parcialidad de su valor potencial, el cual es completado por la parte del comensal, quien, de no poseer los conocimientos y/o sensibilidades requeridas, no llega siquiera a obtener la primera mitad cualitativa del valor gastronómico de lo que se está embutiendo en el cuerpo. Los camiones de carne y pescado que Pica regala al restaurante y posteriormente se pudren son la muestra de eso: sus pretensiones son rechazadas y, más tarde, desenmascaradas como aberraciones. No es por nada que Georgie y su amante huyan en uno de los camiones, puesto que la tragedia se predice desde esta circunstancia; Michael Gambon (oh, Dumbledore, ¡quién te viera de golpeador y violador de mujeres, pillín!) crea uno de los personajes más aberrantes y difíciles de aguantar durante dos horas: su personaje es despreciable y, a la vez, intrigante, ya que la incertidumbre de saber cómo será su próximo arranque mantiene la atención del receptor. Pocas veces me ha gustado una actuación de Helen Mirren como aquí (quizá sólo en The Queen), que se basa más en silencios y gestos que en grandes diálogos.
La última escena, en la que se reunen todos los vejados por Mr. Pica para acompañarlo en la degustación del platillo exigido por él mismo, es el momento en el que la figura de Richard (the Cook) cobra aún más relevancia, al ofrecer un platillo que, si bien sumamente elaborado, no ha sido hecho para degustarse. La explicación a esta prohibición se encuentra cuando Richard cuenta a Georgie que los comensales deben pagar más por una ilusión o un trato especial: la comida light y de color negro representa para el subconsciente del comensal la posibilidad de ingerir algo representativo y con un contenido semántico mayor al de la comida en sí. La muerte y la prolongación de la vida pueden ser ingeridos sólo símbolicamente, mas, cuando Albert cruza el más lejano límite (después de haber cruzado casi cualquier otro), su existencia no puede seguir siendo tolerada: al llegar al canibalismo (aunque haya sido sólo por un bocado), Albert ha cometido lo prohibido en los dominios de un cocinero, quien pone las reglas de lo que puede o no puede ser degustado.
Al ver la película, hubo momentos en los que volví a sentir eso que los filmes con instantes visuales grandiosos otorgan: la certeza de que bastan obsesivas imágenes en movimiento para crear belleza dinámica y hacernos sentir que las posibilidades del mundo son casi infinitas.

Otras impresiones:
1. El niño albino choca, por momentos, cuando canta. Sólo lo perdono porque ya sé que es una constante de estilo de don señor.
2. El judío si estaba buenón. Yo sí le andaba metiendo la carne al refri.
3. La escena final debería ser declarada patrimonio cultural de algo.

4½ / 5


Por Keit Nash

Una película soberbia.
Una película que arrastra y explora ciertas prefiguraciones del intrínseco comportamiento humano ¿Qué sucede cuando los que han tomado el poder están envueltos en un delirio de grandeza? ¿Qué otros patrones de conducta reposan bajo el marco de la soberbia? Hablar sobre los aspectos técnicos de la película es hacer una larga lista de maravillas: las actuaciones, sin menospreciar ninguna otra pero despuntando las de Helen Mirren (the wife/Georgina Spica) y la de Michael Ganbom (the thief/ Albert Spica), la construcción de un entorno visual pletórico, escenarios cargados de dramatismo y suntuosidad, una cámara que con la menor cantidad de movimientos posibles permite que la película fluya, una iluminación de interminable belleza y amplio sentido estético, etcétera… una película soberbia.
Una breve desambiguación de la soberbia, la soberbia como acción humana se refleja en un comportamiento arrogante, dispendioso, el que es soberbio se sabe superior a todo y a todos; en tanto que lo que es soberbio, lo sustantivo que es soberbio, es algo grandioso, magnifico. A ambas semánticas de la palabra recurro para describir la película y enunciar su leitmotiv.
El mejor combustible para liberar sentimientos (o demonios) es sin duda la lujuria, acompañada por la pasión, el deseo y a veces incluso por el amor, así en el triángulo amoroso, formado por Albert Spica (the thief), Georgina Spica (the wife) y Michael (her lover) se libera una energía incontenible que arrasa y destruye.
La ceguera de Albert Spica, una ceguera ocasionada por la tremenda soberbia que acumula este jefe mafioso, no le permite ver absolutamente nada de lo que en sus narices sucede, no solo la parte de la infidelidad de su esposa, sino también de los odios que a su alrededor se sembraban; en un acto propio de una tragedia griega, Albert, sin saberlo haciendo uso a la alegoría de su ceguera, se convierte en Tiresias y es el oráculo de su funesto destino, lo enuncia y una vez hecho esto se vuelve irrefrenable, solo que aquí no hay dioses que maquilen ninguna obra, los hombres son quienes tendrán que enfrentarse a su propio destino por ellos creado y a él sometidos.
Una película que sin duda merece ser vista una y otra vez, que nos da mucho material para analizar, pensar, que como toda obra de arte que se jacte de serlo, conduce a la reflexión, a la admiración de su línea estética. La última escena, en serio, es para tatuártela en el pecho y que todos te envidien en la playa, una gloria.

Impresiones irrelevantes:
1. A lo largo del ciclo hemos observado el cambio radical sobre el uso de los animales en el cine. La pelea de perros que por azar sucede en la primera escena hoy es inimaginable.
2. A Georgina sí le metieron la carne en el refrigerador, sin más.
3. Una prima mía también le metió un tenedor a alguien en la cara, sad but true.

5 / 5

domingo, 9 de agosto de 2015

Babettes gæstebud (1987) / Dir. Gabriel Axel

Por Keith Nash

Babette
En el más agreste de los fríos, al norte de un país nórdico, una llama viva de calor se encenderá en medio de una noche de tormenta. En una remota costa del norte de Dinamarca la historia de una espléndida noche cobra vida ante la mesa. La película se mueve en un entorno por naturaleza gris, sin ninguna alteración, un mar frío inconmovible y una llanura, como todas las llanuras, triste, larga e interminable.
En una película muy inteligente, en donde los colores son más bien escasos, estos cobran una mayor viveza cada que aparecen y  es que son siempre aportados por quienes de otros lugares llegan (el capitán, el cantante de ópera, Babette e incluso el cartero). El gris, aporta la sensación constante de monotonía y el carácter religioso estricto del pueblo y sus habitantes, en tanto, el  color rojo aporta la liberación y la libertad, el desenfado y placer terreno.
Escenificación de la eucaristía cristiana, que no es la sagrada eucaristía, sino una comunión con Dios, una reconciliación entre lo terrenal y lo divino, el hijo de Dios convertido en pan y vino,  dado a los hombres para la reconciliación eterna con el creador, así del mismo modo, quienes comen y entienden el valor de un maridaje preciso sabrán que la carne y el vino son uno y el mismo, la gloria eterna. Y en este caso son también las reconciliaciones que en la mesa surgen, quienes eran antes enemigos de nuevo estrechan sus manos, quienes con oprobio temieron a lo nuevo, caen rendidos ante el placer de una comida exquisita. Me quedo con la última palabra que da uno de los comensales: ¡aleluya!

Impresiones irrelevantes.
1. La nariz de Martina joven (Vibeke Hastrup) es para ponerle un monumento.
2. El calor de las melodías.


Por A Lady

Cuando se piensa en los talentos que se han perdido en lo que la Historia no contempla, dan ganas de afirmar que el arte que conocemos es tal vez sólo una parte mínima de todo lo que pudo ser. Esta película demuestra eso y, con cada revisión, muchas otras cosas más.
La perspectiva de la vida humana en la pelicula presenta dos dimensiones: por una parte, el mundo de la secta protestante en un pueblo de la costa de Dinamarca, en el que hasta los ejemplos más portentosos de fuerza vital (el general y monsieur Papin) son enfrentados a lo fugaz de la vida y lo pasajero de todos los actos humanos; aquí se conoce la dureza y el temor que es parte de la naturaleza humana y demanda que todo rasgo de gozo y placer mundano sea erradicado paulatinamente de los comportamientos (Philippa y Martina jóvenes son las únicas personas del pueblo que no llevan abrigos negros ni grises). Por otra parte, el mundo de los artistas: el general, el artista de la carrera;  Achilles Papin, el artista de los sonidos; Babette, la artista de los sabores. Todos ellos aspiran a hacer que la vida humana cobre sentido desde su dimensión terrenal y sensual y, en algún momento, todos ellos fueron derrotados por la desolación imbatible de la abstinencia sensorial del pueblito en Jutlandia. Quizá la razón de por qué sólo Babette pudo vencer ese muro de fría espiritualidad es que ella no buscaba conseguir algo de ese pueblo (como los dos caballeros anteriores, a quienes poco faltó para hacerse con una de las piropeables hermanas), sino dar. Babette es la figura en la que los dos polos vitales representados por la secta y por los artistas se unen, ya que si bien domina el arte del guisar, ha sido testigo y ejemplo de los horrores de la guerra y es consciente de los límites de la trascendencia del hombre. Ella sabe que ser artista implica hacer sentir a las personas que vale la pena vivir la vida (valiéndose sólo de recursos pertenecientes a la dimensión terrenal de la existencia), pero que la idea de trascendencia de los talentos conocidos por las masas es siempre apreciada de forma relativa, ya que tanto Babette, a quien la guerra exilió y devastó, como Philippa y Martina, quienes renunciaron a un futuro más que prometedor en las grandes ciudades, se han convertido en talentos cuyo alcance es ahora poco más que privado. La diferencia entre Babette y las hermanas rubias es que la primera ha probado la fama y los placeres sensuales de la vida y, sin embargo, sabe ahora que cualquier placer es del todo suprimible y pasajero, pero que es ese mismo valor condensado del instante de la experiencia estética (en especial el del comer) lo que hace del arte algo poco menos que sagrado, mientras que las hermanas jamás han tenido ninguna experiencia mundana más alla de las pequeñas insinuaciones de sus juventudes. 
El final de este filme es de esos que amenazan con hacer llorar hasta los espectadores más entumidos: cuando Philippa abraza a Babette agradeciéndole por el festín y le promete que nuestra existencia no acaba en este mundo, sino que todo el placer y la felicidad dada a los otros será recompensada en una dimensión posterior. Finalmente, el arte y no la devoción es el factor que mantiene viva la fe en que después de esta vida debe de haber algo mejor, que quizá sus destellos sean sólo muestras diminutas de lo que nos espera más allá. Y si no es así, por lo menos nos queda el recuerdo al que siempre podemos regresar y modificar cuantas veces la nostalgia nos lo exiga. Esta película es una maravilla.

Otras impresiones:
1. De nuevo matan a una tortuga. Cuánta incorrectitud ambientalista la de los 80's.
2. Es de lo más hipócrita, pero reconfortante, ver que en algunas momentos el matar animales para alimentarnos es justificado por la manera majestuosa de su preparación.
3. El rostro de Stephane Audran (Babette) es una de las cosas que veré cuando me esté muriendo.
4. Por esta película quiero probar un amontillado. 

4½ / 5

martes, 4 de agosto de 2015

Tampopo [タンポポ] (1985) / Dir. Juzo Itami

Por Keith Nash
 

En Japón todo es perfectible. Organización, orden y limpieza son las primeras palabras que de la mente surgen al pensar en la cultura nipona. Es el Japón de 1985, la apertura al mundo está hecha, el hermetismo legendario ha quedado un tanto de lado, se presenta así, bajo este recién estrenado contexto, una película con elementos meramente occidentales el llamado first japanese noddle western pero que logra mantener una esencia cultural propia, su particular sello, que es el alto compromiso japonés con la perfección, la cual se busca por medio del método, la constancia y la práctica rigurosa; hay que preparar ramen perfectos y también hay que comerlos en modo magistral; nada es dejado al azar. Tampopo es un tratado, un instructivo, una guía, que bien podría llevar por título Ramen for Dummies.

La complejidad de lo sencillo:
Con una historia desangelada, cursi, con lugares comunes y una pelea a puños más digna de una película de Capulina que de un film de talla y reconocimiento internacional, Tampopo escapa de la cartelera de domingos por la mañana en cine del Once, para proyectarse como ganadora de premios internacionales, , curiosamente no por la historia de Tampopo y Goro, sino por las pequeñas historias, estos flashes o paréntesis que la película va presentando, es ahí donde la historia cobra sabor, donde alcanza el horario estelar. Las premisas de esta viñetas son de una exquisitez divina, parecidos en ciertas ocasiones a happenings, corriente artística muy de moda en occidente por aquellos tiempos, nos van presentando temáticas y escenas relacionadas siempre con la comida de una brillantez enorme; tópicos meramente mundanos o sumamente complejos, nos va dando pie para hacer una profunda reflexión acerca de la comida y sus entornos.
El erotismo gastronómico, se come con todos los sentidos y para todos los fines, demuestran estas viñetas que la mesa es también alta cultura, que un paladar conocedor puede ser tan digno de asombro y respeto como cualquier otro atributo intelectual, del mismo modo nos muestran que en el acto sexual la comida puede ser el ingrediente perfecto para hacer de un cuerpo femenino (ya de por si suculento) un manjar de inimaginables delicias, basta un poco de sal y limón en la zona erógena adecuada o un río de miel recorriendo los labios y los dedos cándidos encendidos para que la petit mort sea además también una exquisite mort.
Otro de los conceptos que más llamaron mi atención es el énfasis mostrado en hacer notar la responsabilidad del consumidor como tal, es tan importante el que cocina como el que degusta, la comida, en su gran mayoría, no está hecha para chefs, si no para comensales ávidos, es nuestro deber exigirnos más frente a la mesa y los platillos, no permitirnos simplemente expulsar de nuestros cuerpos el hambre y la sed, hay también que saciar a los demás sentidos, tal vez empezando por la vista sin dejar a ninguno de los otros por detrás. De esto se me ocurre algo: de la vista nace el amor y no hay acto más real de auto-amor que el de alimentarnos para continuar bien viviendo.


Impresiones irrelevantes:
1. Se nota que Tampopo nunca ha comido pozole en una feria de pueblo, quien, de nosotros, se iba a desmayar viendo esa suculenta cabeza de cerdo digna de decorar el más ufano de los puestos en la más elegante fiesta de pueblo.
2. Tampopo, aunque se vista de seda, Tampopo se queda. Me dio risa que cuando le hicieron su xtreme makeover. Se veía igualita.
3. El choque cultural de sorber.
4. “My last movie is starting”: las últimas palabras del caballero del traje color hueso, para ponerse de pie y aplaudir.


 

Por A Lady

Una de las cosas que me parecen más logradas de esta inusual película japonesa es la capacidad para hacer que el espectador descubra la gran complejidad que yace en el hecho de comer. Lo cotidiano del comer y el cocinar está presente en la trama de la historia lineal de los esfuerzos de Tampopo por hacer un ramen medianamente decente, ambición que pronto se vuelve una obsesión, un fetiche: el deseo de alcanzar un grado de perfecta autosatisfacción mediante la combinación perfectible de detalles únicos. Si se sigue este intento de definición, la gastronomía y el buen comer pueden entenderse también como un fetiche. Alimentarse es en sí la satisfacción de una necesidad primaria, pero la gastronomía (con la aplicación de la creatividad a procesos que, en principio, podrían ser primitivos) no obedece a otro objetivo que el de otorgar placer a través de combinaciones y rituales en extremo específicos. Desde los amantes que ejemplifican de la forma más clara esta utilidad secundaria de la comida hasta la doña que abusa físicamente de los abarrotes, esta película ofrece muestras más que hermosas de la necesidad artística de los seres humanos.
Otras de las viñetas hacen que este film resulte una creación inusual dentro de una tradición de cine japonés muy marcada por las obras de los directores activos en los 40's y 50's (Kurosawa, Ozu, Mizoguchi): la escena de la comida de negocios, en la que un godín cualquiera acaba siendo un comensal gourmet de la cocina francesa y, por lo tanto, implica una ofensa directa a instancias laborales superiores en rango, o el grupo de ñoras japonesas que aprenden a comer spaghetti de la manera más discreta (¿más nipona?) posible y terminan, por fortuna, optando por querer conocer una manera nueva de ingerir y vencer la rigidez que la tradición establecida de toda cultura presupone. No por nada Itami fue atacado por yakuzas después de haber hecho un filme donde se burlaba de ellos. La comedia como género elegido es ya una divergencia de los usos cinematográficos de su país y el reparto de personajes variopintos denotan una riqueza, digamos, internacional.
Tampopo es una película que reboza de sensualidad y de celebraciones a la variedad, al placer de poder embellecer un acto de mera subsistencia y de enriquecerlo con una infinidad de imaginaciones capaces.

Otras impresiones:
1. Tanto ramen sabroso y yo que empecé dieta hoy.
2. La escena de la tortuga me impresionó y creo que es también un signo de que la película proviene de una cultura no occidental y de otro generación distinta a la actual. Pocos directores se arriesgarían hoy a matar a una tortuga en una película o incluso sólo a insinuar su utilización culinaria.
3. Quiero tomar un curso de pasar yemas de huevo de boca a boca. No sé de qué sirva, pero seguro en algún momento de la vida será útil.


4½ / 5

lunes, 3 de agosto de 2015

La grande bouffe (1973) / Dir. Marco Ferreri

Por A Lady

De acuerdo a la mayoría de los reportes que se pueden leer actualmente sobre la recepción que La grande bouffe tuvo en USA a la fecha de su estreno en 1973, a los crítcos gringos, en especial Roger Ebert, no les cayó en gracia el humor escatológico y perversamente oscuro del filme de Marco Ferreri. "Lack of any real philosophical depth", señalaba este crítico como uno de sus aspectos reprochables. Si bien Mr. Ebert fue uno de los críticos con mayor repercusión en las decisiones de producción de los grandes estudios gringos con pretensiones "artísticas" y en el desarrollo de las tendencias de consumo cinematográfico de la sociedad de ese país (lo que hacía a sus declaraciones aún más dignas de sospecha), no pocas veces sus valoraciones fueron rebatidas por otros muchos críticos menos, digamos, inmediatos. Sweet Movie de Dušan Makavejev e Il portiere di notte de Liliana Cavani son ejemplos algo infames de filmes que, gracias a una crítica negativa de Ebert y el consuecuente morbo estimulado, corrieron mejor suerte en las taquillas estadounidenses de la que hubieran tenido. Si tiene uno entusiasmo taxonómico, a La grande bouffe se le podría tal vez clasificar justo en este mismo estilo de películas europeas setenteras que trataron la relación que existe entre la sexualidad y las tropelías del vacío existencial del individuo europeo después de la Segunda Guerra Mundial, acabado ya el optimismo de (toda) posguerra. Y como representante decente de esta época con tema común en el cine europeo, este filme no es una obra mayúscula, pero sí una minúscula de hermosa caligrafía y con trazos gruesos e impresionantes.
Uno de estos trazos son, con poco lugar a dudas, las imágenes gastronómicas y su uso en cualquier statement que la película pudiera comunicar. En mi caso fue el siguiente. Hay varias señales (¿?) del mal que aqueja las vidas de los cuatro hombres que hacen este pacto suicida para morir por consumo de alimentos de fina preparación y procedencia: el hastío y la falta de sustancia, de, en realidad, vida. Una de éstas es la pantagruélica cantidad y variedad de carnes que los nuevos inquilinos de la casona reciben repartidas. Estas finas carnes funcionan como alusión al estado real de los cuerpos mismos de los protagonistas: por lo menos en pantalla, los cadáveres de tres de los hombres participantes en la orgía acaban almacenados en el mismo refrigerador destinado para esos animales que representan el lujo del comer gourmet, pero a cuyas carnes ha abandonado ya toda vida. Para potencializar el acercamiento del mundo ficticio de la película a la realidad y posible vida de las cuatro estrellas internacionales que encarnan a los protagonistas (Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret), el guión toma una modesta, pero efectiva acción: los personajes portan los mismos nombres de pila de los actores, lo cual hace un guiño más al humor negro, a la broma aplicada a uno mismo, lo que también, de alguna manera, libera. La comida, sea gourmet o común y corriente, tiene la capacidad de darle color a la existencia y hacer al hombre superar la ingesta de alimentos debida sólo a la necesidad fisiológica al posibilitarle un placer estético especialmente vivenciado en el ritual de la preparación, el servir y el consumo, pero esta vida otorgada por lo que se come está del todo ausente en los productos destinados a no ser gozados, sino sólo devorados sin hambre; es curioso que en el filme el único personaje principal que queda con vida es Andrea, la maestra que se ve sensualmente atraída hacia la comilona y presiente en ella placeres que quizá su día a día no le proporciona, pero que, bajo ninguna circunstancia, desea morir comiendo, sino conocer placeres del cuerpo surgidos de la interacción entre cuatro hombres y un festín de proporciones grotescas. No por nada parece que esta mujer se ocupa de la enseñanza de las artes a niños y les platica sobre el árbol en el que se sentaba Boileau a meditar, a pesar de que sea invierno y de éste sólo haya ramas secas de momento, quizá una metáfora visual del estado de las existencias de aquellos cuatro hombres. A pesar de este destello de gracia que porta este personaje femenino (y esta característica sexual la hace un personaje aún más digno de complejidad), la escena final la muestra con cierta resignación, ¿ante la muerte?, ¿el hastío?, ¿la fugacidad de los verdaderos placeres?
Si lo pienso bien, La grande bouffe materializa una de las inversiones de valores a las que más temo: la buena comida transformada en factor asesino y, aunque estos cuatro señores quizá piensen que están muriendo con cierto placer, realmente está desprovisto realmente de todo goce y de cualquier belleza. Es permitir que ese gris monótono de lo intrascendente cubra y envenene también una de las pocas cosas que podrían significar felicidad. Por eso creo que don Ebert estaba, como le era muy común, equivocado. Porque, a pesar de que al guión de esta película le faltan antecedentes en la historia (sabemos algunos poco detalles de las desgracias de estos personajes, pero ninguno de ellos es tan grave para llevarlos al suicidio) y que en algunos momentos pareciera que hay demasiada carga de símbolos, su declaración interpretable es una de profundidad considerable y, como casi todas las buenas obras sobre la posibilidad del placer en la existencia, vastamente triste. Según el filme, y estoy de acuerdo con él, los humanos devoran todo para luego morir: al final ya no hay patos ni aves de corral deambulando en el jardín, sólo perros (muy simpáticos, por cierto) que esperan ladrando los restos de la orgía.

Otras impresiones:
1. La escena de la caca, a pesar de no ser especialemente gráfica, es una de la más asquerosas que he visto.
2. La escena de la primera entrega de carnes casi hace que me vuelva vegetariano. Casi.
3. Tanto entusiasmo que empezaba a sentir por la comida francesa y creo que ya mejor se me antojan unos tacos al pastor.
4. Uno de las curiosidades que descubrí con la película fue de la existencia de Jean Anthelme Brillat-Savarin, quien escribió un tratado sobre el gusto y que me podría regresar ese entusiasmo que perdí en el punto 3.
5. No hay mujer flaca que, desnuda, se vea bien comiendo mucho.

3½ / 5