domingo, 9 de agosto de 2015

Babettes gæstebud (1987) / Dir. Gabriel Axel

Por Keith Nash

Babette
En el más agreste de los fríos, al norte de un país nórdico, una llama viva de calor se encenderá en medio de una noche de tormenta. En una remota costa del norte de Dinamarca la historia de una espléndida noche cobra vida ante la mesa. La película se mueve en un entorno por naturaleza gris, sin ninguna alteración, un mar frío inconmovible y una llanura, como todas las llanuras, triste, larga e interminable.
En una película muy inteligente, en donde los colores son más bien escasos, estos cobran una mayor viveza cada que aparecen y  es que son siempre aportados por quienes de otros lugares llegan (el capitán, el cantante de ópera, Babette e incluso el cartero). El gris, aporta la sensación constante de monotonía y el carácter religioso estricto del pueblo y sus habitantes, en tanto, el  color rojo aporta la liberación y la libertad, el desenfado y placer terreno.
Escenificación de la eucaristía cristiana, que no es la sagrada eucaristía, sino una comunión con Dios, una reconciliación entre lo terrenal y lo divino, el hijo de Dios convertido en pan y vino,  dado a los hombres para la reconciliación eterna con el creador, así del mismo modo, quienes comen y entienden el valor de un maridaje preciso sabrán que la carne y el vino son uno y el mismo, la gloria eterna. Y en este caso son también las reconciliaciones que en la mesa surgen, quienes eran antes enemigos de nuevo estrechan sus manos, quienes con oprobio temieron a lo nuevo, caen rendidos ante el placer de una comida exquisita. Me quedo con la última palabra que da uno de los comensales: ¡aleluya!

Impresiones irrelevantes.
1. La nariz de Martina joven (Vibeke Hastrup) es para ponerle un monumento.
2. El calor de las melodías.


Por A Lady

Cuando se piensa en los talentos que se han perdido en lo que la Historia no contempla, dan ganas de afirmar que el arte que conocemos es tal vez sólo una parte mínima de todo lo que pudo ser. Esta película demuestra eso y, con cada revisión, muchas otras cosas más.
La perspectiva de la vida humana en la pelicula presenta dos dimensiones: por una parte, el mundo de la secta protestante en un pueblo de la costa de Dinamarca, en el que hasta los ejemplos más portentosos de fuerza vital (el general y monsieur Papin) son enfrentados a lo fugaz de la vida y lo pasajero de todos los actos humanos; aquí se conoce la dureza y el temor que es parte de la naturaleza humana y demanda que todo rasgo de gozo y placer mundano sea erradicado paulatinamente de los comportamientos (Philippa y Martina jóvenes son las únicas personas del pueblo que no llevan abrigos negros ni grises). Por otra parte, el mundo de los artistas: el general, el artista de la carrera;  Achilles Papin, el artista de los sonidos; Babette, la artista de los sabores. Todos ellos aspiran a hacer que la vida humana cobre sentido desde su dimensión terrenal y sensual y, en algún momento, todos ellos fueron derrotados por la desolación imbatible de la abstinencia sensorial del pueblito en Jutlandia. Quizá la razón de por qué sólo Babette pudo vencer ese muro de fría espiritualidad es que ella no buscaba conseguir algo de ese pueblo (como los dos caballeros anteriores, a quienes poco faltó para hacerse con una de las piropeables hermanas), sino dar. Babette es la figura en la que los dos polos vitales representados por la secta y por los artistas se unen, ya que si bien domina el arte del guisar, ha sido testigo y ejemplo de los horrores de la guerra y es consciente de los límites de la trascendencia del hombre. Ella sabe que ser artista implica hacer sentir a las personas que vale la pena vivir la vida (valiéndose sólo de recursos pertenecientes a la dimensión terrenal de la existencia), pero que la idea de trascendencia de los talentos conocidos por las masas es siempre apreciada de forma relativa, ya que tanto Babette, a quien la guerra exilió y devastó, como Philippa y Martina, quienes renunciaron a un futuro más que prometedor en las grandes ciudades, se han convertido en talentos cuyo alcance es ahora poco más que privado. La diferencia entre Babette y las hermanas rubias es que la primera ha probado la fama y los placeres sensuales de la vida y, sin embargo, sabe ahora que cualquier placer es del todo suprimible y pasajero, pero que es ese mismo valor condensado del instante de la experiencia estética (en especial el del comer) lo que hace del arte algo poco menos que sagrado, mientras que las hermanas jamás han tenido ninguna experiencia mundana más alla de las pequeñas insinuaciones de sus juventudes. 
El final de este filme es de esos que amenazan con hacer llorar hasta los espectadores más entumidos: cuando Philippa abraza a Babette agradeciéndole por el festín y le promete que nuestra existencia no acaba en este mundo, sino que todo el placer y la felicidad dada a los otros será recompensada en una dimensión posterior. Finalmente, el arte y no la devoción es el factor que mantiene viva la fe en que después de esta vida debe de haber algo mejor, que quizá sus destellos sean sólo muestras diminutas de lo que nos espera más allá. Y si no es así, por lo menos nos queda el recuerdo al que siempre podemos regresar y modificar cuantas veces la nostalgia nos lo exiga. Esta película es una maravilla.

Otras impresiones:
1. De nuevo matan a una tortuga. Cuánta incorrectitud ambientalista la de los 80's.
2. Es de lo más hipócrita, pero reconfortante, ver que en algunas momentos el matar animales para alimentarnos es justificado por la manera majestuosa de su preparación.
3. El rostro de Stephane Audran (Babette) es una de las cosas que veré cuando me esté muriendo.
4. Por esta película quiero probar un amontillado. 

4½ / 5

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