jueves, 20 de agosto de 2015

The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover (1989) / Dir. Peter Greenaway

Por A Lady

Ya había sospechado antes que a Greenaway le gusta Shakespeare; con esta película lo confirmé. Desde el niño albino que canta como el espíritu Ariel que augura, previene y sufre en The Tempest (obra que Greenaway también adaptó al cine y en la que aparece un personaje casi calcado de éste), pasando por el humor vulgar (como el de Falstaff)  y hasta las revanchas dignas de King Lear. Este filme es un verdadero eye-candy y casi en todo momento da señales de sus intertextualidades visuales: Rembrandt está especialmente presente, pero el estilo completo de los pintores flamencos del s. XVII es una constante en la composición de cuadro de Greenaway. Eso me confirma una vez más lo que, con frecuencia, refutan muchos espectadores inexpertos o, de plano, insensibles o pendejos: el cine es, en su mayor parte, imagen. Cada cuadro de la película está severamente planeado y ejecutado y me dan dolores placenteros nomás de pensar las veces que Helen Mirren y Michael Gambon tuvieron que repetir cada escena para satisfacer al director.
La comida juega un papel que es más cotidiano de lo que la exageración de la situación ficticia hace suponer. La pieza culinaria más exquisita o trabajada posee sólo una parcialidad de su valor potencial, el cual es completado por la parte del comensal, quien, de no poseer los conocimientos y/o sensibilidades requeridas, no llega siquiera a obtener la primera mitad cualitativa del valor gastronómico de lo que se está embutiendo en el cuerpo. Los camiones de carne y pescado que Pica regala al restaurante y posteriormente se pudren son la muestra de eso: sus pretensiones son rechazadas y, más tarde, desenmascaradas como aberraciones. No es por nada que Georgie y su amante huyan en uno de los camiones, puesto que la tragedia se predice desde esta circunstancia; Michael Gambon (oh, Dumbledore, ¡quién te viera de golpeador y violador de mujeres, pillín!) crea uno de los personajes más aberrantes y difíciles de aguantar durante dos horas: su personaje es despreciable y, a la vez, intrigante, ya que la incertidumbre de saber cómo será su próximo arranque mantiene la atención del receptor. Pocas veces me ha gustado una actuación de Helen Mirren como aquí (quizá sólo en The Queen), que se basa más en silencios y gestos que en grandes diálogos.
La última escena, en la que se reunen todos los vejados por Mr. Pica para acompañarlo en la degustación del platillo exigido por él mismo, es el momento en el que la figura de Richard (the Cook) cobra aún más relevancia, al ofrecer un platillo que, si bien sumamente elaborado, no ha sido hecho para degustarse. La explicación a esta prohibición se encuentra cuando Richard cuenta a Georgie que los comensales deben pagar más por una ilusión o un trato especial: la comida light y de color negro representa para el subconsciente del comensal la posibilidad de ingerir algo representativo y con un contenido semántico mayor al de la comida en sí. La muerte y la prolongación de la vida pueden ser ingeridos sólo símbolicamente, mas, cuando Albert cruza el más lejano límite (después de haber cruzado casi cualquier otro), su existencia no puede seguir siendo tolerada: al llegar al canibalismo (aunque haya sido sólo por un bocado), Albert ha cometido lo prohibido en los dominios de un cocinero, quien pone las reglas de lo que puede o no puede ser degustado.
Al ver la película, hubo momentos en los que volví a sentir eso que los filmes con instantes visuales grandiosos otorgan: la certeza de que bastan obsesivas imágenes en movimiento para crear belleza dinámica y hacernos sentir que las posibilidades del mundo son casi infinitas.

Otras impresiones:
1. El niño albino choca, por momentos, cuando canta. Sólo lo perdono porque ya sé que es una constante de estilo de don señor.
2. El judío si estaba buenón. Yo sí le andaba metiendo la carne al refri.
3. La escena final debería ser declarada patrimonio cultural de algo.

4½ / 5


Por Keit Nash

Una película soberbia.
Una película que arrastra y explora ciertas prefiguraciones del intrínseco comportamiento humano ¿Qué sucede cuando los que han tomado el poder están envueltos en un delirio de grandeza? ¿Qué otros patrones de conducta reposan bajo el marco de la soberbia? Hablar sobre los aspectos técnicos de la película es hacer una larga lista de maravillas: las actuaciones, sin menospreciar ninguna otra pero despuntando las de Helen Mirren (the wife/Georgina Spica) y la de Michael Ganbom (the thief/ Albert Spica), la construcción de un entorno visual pletórico, escenarios cargados de dramatismo y suntuosidad, una cámara que con la menor cantidad de movimientos posibles permite que la película fluya, una iluminación de interminable belleza y amplio sentido estético, etcétera… una película soberbia.
Una breve desambiguación de la soberbia, la soberbia como acción humana se refleja en un comportamiento arrogante, dispendioso, el que es soberbio se sabe superior a todo y a todos; en tanto que lo que es soberbio, lo sustantivo que es soberbio, es algo grandioso, magnifico. A ambas semánticas de la palabra recurro para describir la película y enunciar su leitmotiv.
El mejor combustible para liberar sentimientos (o demonios) es sin duda la lujuria, acompañada por la pasión, el deseo y a veces incluso por el amor, así en el triángulo amoroso, formado por Albert Spica (the thief), Georgina Spica (the wife) y Michael (her lover) se libera una energía incontenible que arrasa y destruye.
La ceguera de Albert Spica, una ceguera ocasionada por la tremenda soberbia que acumula este jefe mafioso, no le permite ver absolutamente nada de lo que en sus narices sucede, no solo la parte de la infidelidad de su esposa, sino también de los odios que a su alrededor se sembraban; en un acto propio de una tragedia griega, Albert, sin saberlo haciendo uso a la alegoría de su ceguera, se convierte en Tiresias y es el oráculo de su funesto destino, lo enuncia y una vez hecho esto se vuelve irrefrenable, solo que aquí no hay dioses que maquilen ninguna obra, los hombres son quienes tendrán que enfrentarse a su propio destino por ellos creado y a él sometidos.
Una película que sin duda merece ser vista una y otra vez, que nos da mucho material para analizar, pensar, que como toda obra de arte que se jacte de serlo, conduce a la reflexión, a la admiración de su línea estética. La última escena, en serio, es para tatuártela en el pecho y que todos te envidien en la playa, una gloria.

Impresiones irrelevantes:
1. A lo largo del ciclo hemos observado el cambio radical sobre el uso de los animales en el cine. La pelea de perros que por azar sucede en la primera escena hoy es inimaginable.
2. A Georgina sí le metieron la carne en el refrigerador, sin más.
3. Una prima mía también le metió un tenedor a alguien en la cara, sad but true.

5 / 5

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