viernes, 17 de mayo de 2019

À bout de souffle (1960) / Dir. Jean-Luc Godard

Por A Lady

Siempre había tenido problemas con À bout de souffle. Con Godard, en general. La películas que había visto de él me parecían, todavía hasta hace pocos años, logros visuales difíciles de conseguir y fáciles de imitar, cortos de contenido y exagerados en referencias de esnob (esto último lo sigo sosteniendo). Recuerdo incluso que durante mi primer acercamiento a las películas de la Nouvelle Vague, Godard siempre fue el director al que sufría, con el que muy frecuentemente me quedaba dormido y al que sentía carente de simpatía visual e intelectual hacia los ojos que observaban su "cine de arte", en casi el peor sentido con el que se puede usar esa palabra cuando se cree que se le está otorgando el mejor. He visto las más sonadas de sus películas hechas ya en lo que va del siglo XXI y la mayoría de ellas me han parecido meros ejercicios sin plan definido que apelan a una capacidad asociativa de gran concentración. No creo cambiar pronto de opinión acerca de su obra más actual, pero ha sido durante el tiempo dedicado a escribir este blog que me ha dado una de las mayores vergüenzas de mi vida dándome cuenta del valor del joven Godard, por lo menos hasta por ahí de los 70's, y con más razón es necesario hablar de À bout de souffle como el fundamento de este cambio de valoración. Si se indaga un poco sobre los inicios de Godard en el cine, se puede llegar a tener la imagen de todo lo contrario a lo que fue Truffaut: un morro de familia de dinero viejo que alternaba entre las nacionalidades francesa y suiza, a quien le parecía interesante el fenómeno artístico y comunicativo del cine después de nunca haberse interesado por él y que, durante sus estudios en París, entró en contacto con ese mundo, con sus jóvenes entusiastas (de los cuales estamos
escribiendo en este ciclo), y que a través de estas circunstancias acabó como crítico en Cahiers du cinéma y como publicista de la rama francesa de la 20th Century Fox. Hay pocos recursos para intuir entonces que Jean-Luc Godard desarrollara más que un interés notable, incluso una habilidad, por el sistema de la producción y recepción cinematográfica; que resultara ser una de las mentes geniales de la cinematografía de mediados de siglo XX, no tanto por su imaginación, sino por los resultados de la osadía con la que derribó sobreentendidos que excluían propuestas, porque demostró, como requieren demostrar las mentes brillantes, que estamos ignorando recursos que ya hemos conocido en el pasado pero que, sabiéndolos emplear, pueden ayudar a tumbar paradigmas, que lo que importa mantener constante y activo es el sentido de la posibilidad.
À bout de souffle es la prueba más recia de esta fuerza vital e intelectual: una película que rompió con casi todas las convenciones que la técnica cinematográfica había utilizado hasta 1960 y que aportó al de por sí amplio repertorio de innovaciones que la Nouvelle Vague integró a los rodajes y la edición. En la actualidad, este filme tiene la desventaja de que sus transgresiones han sido completamente asimiladas por el espectador promedio como técnicas comunes y corrientes de una película con intenciones comunicativas más exigentes. Sin embargo, los cortes repentinos entre escenas, el rodaje 
completo en luz natural y la casi absoluta improvisada redacción del guión que se iba completando conforme a Godard le llegaban las ideas, afectaron de golpe la manera en la que se pensaba la estructura y hechura de una película todavía a inicios de los 60's. Hoy en día, À bout de souffle es un parámetro de dinamismo y la muestra de que no se requiere de un presupuesto hollywoodense para trascender; entender de manera prodigiosa el sistema de signos de los que se sirve el cine fue y sigue siendo la mayor destreza de Godard. Desde las primeras escenas se nota que los ojos del director y del cinefotógrafo Raoul Coutard (quien junto con Henri Decaë pasarían a la historia como los responsables de la imágenes luminosas que legó la Nouvelle Vagueeran jóvenes en 1960, mas no inmaduros. Tan sólo la secuencia en la que Michel Poiccard (un Jean-Paul Belmondo que tal vez no se enteraba aún de lo que esta película le traería) maneja por la carretera de Marsella a París arrasa con un ritmo pulsante y trucos de diégesis raros para ese entonces
(que Michel se dirija directamente al espectador, la alternancia entre el monólogo interior y los diálogos, las tantísimas referencias al cine, a la literatura, a la música que funcionan como guiños y, a veces, como rastros del caldo de cultivo del que la película surgió). Una de las secuencias icónicas sucede en el cuarto de Patricia (Jean Seberg, que prácticamente se volvió parte de la mitología permanente del cine gracias a esta película y a su vida trágica), en la cual el argumento consta, en esencia, de los persistentes intentos de Michel para convencerla de que tengan sexo. Esta parte es relativamente larga y es cautivador e impresionante ver cómo la acción fluye sin problemas en torno a un tema de apariencia tan escueta. Es justo en este tipo de detalles en los que reluce lo sesudo de Godard, porque durante más o menos 15 minutos la atención de quien ve está fijada por medio de la cercanía que transmite la cámara, la sencillez de los diálogos que llega a ser hasta ridícula y la intriga que provocan esos saltos de un momento a otro; el magnetismo de À bout de souffle es técnica pura.
Justo este último aspecto es lo que puede atraer o finalmente repeler al espectador, como al yo de hace 15 años, porque, por muchos momentos, parece que hay muy poco además del estilo deslumbrante. Sólo hasta hace unas semanas caí en cuenta de la gran habilidad con la que se inserta el retrato de esta juventud que desde Ascenseur pour l'échafaud, pasando por Les cousins y también un poco por Les 400 coups, sigue siendo el objeto de fascinación de la Nouvelle Vague: esa despreocupación por el orden de la vida burguesa, la rebeldía que casi raya en ingenuidad, la satisfacción impulsiva de los placeres sin miramientos hacia terceros, la noción nula de qué es lo que pueda suceder mañana y el desinterés por saberlo han sido hasta ahora el motor de las historias durante este ciclo; el tono emocional en el que se enmarcan estas vidas es guiado por el extravío. Michel Poiccard y Patricia Franchini no tienen ni idea de qué es lo que se les va a antojar mañana o de si lo que hagan sea realmente lo que querían hacer, y parece que este ausencia de plan es, paradójicamente, un tipo de estrategia existencial para lidiar con el mundo posterior a dos guerras mundiales. La escena final representa bien esta falta de comunicación la cual, de cierta manera también genera falta de empatía; ambos protagonistas conviven porque se proporcionan placer mutuo, pero ninguno irrumpe a profundidad en la vida del otro. El rostro de Patricia inexpresivo de Patricia es la única reacción a la muerte del hombre con el que acaba de pasar casi todo el día anterior y a las palabras ambiguas que logra pronunciar antes de morir.
Ir encontrando las formas en las que la Nouvelle Vague reelaboró el cine gringo de los 40's (como Pauline Kael pensaba, cómo los franceses comprendieron la poesía del crimen de los filmes de gangsters y del film-noir) y cómo 30 años después los gringos respondieron con películas como Bonnie and Clyde, en las que los retratos de las vidas criminales estaban cargadas de existencialismo. La presencia constante del aura de Humphrey Bogart no es gratuita.


À bout de souffle sigue siendo hoy un caso difícil de apreciación, porque, además de un poco sobre su contexto de producción, requiere de un ojo que sepa lo tanto que puede comunicar la imagen y sus movimientos.

Otras impresiones:
1. El FBI tiene en sus manos machas de la muerte de Jean Seberg. Ya sé que ya lo saben, pero nomás quería recordarlo.
2. La nariz de Jean Seberg.
3. No cabo duda alguna que la Nouvelle Vague amaba el cine gringo en especial por sus tomas hechas desde un auto. Este club de maleantes hizo algunos de los negativos más bellos de las calles de París.
4. La morra que anda vendiendo Cahiers du cinéma en la calle.
5. En algún momento pensé que Jean-Paul Belmondo era el segundo hombre más sexy del mundo. En los 60's sigue siéndolo.
6. El productor Georges de Beauregard fue a darle sus zapatazos a Godard al Café de Notre-Dame porque creía que se estaba haciendo bien güey fume y fume. A ese buen hombre los niños éstos le debían eso y más. 
7. François Truffaut y Claude Chabrol dizque escribieron la historia. En realidad, nomás le dieron unos cuantos apuntes medio chuecos a Godard, y Chabrol, que aparece como consultor técnico en los créditos, sólo se apareció como 3 veces en el rodaje. La condición que le pusieron a Beauregard para usar su "material" era que su amigo hiciera lo que quisiera.
8. Los gringos luciéndose en el mundo haciedo remakes de todo, incluido uno de esta película en el que pusieron a Richard Gere. Lo que es no aceptar que también pasen cosas chidas en otras partes del mundo.  

5 / 5

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