domingo, 19 de mayo de 2019

L'Année dernière à Marienbad (1961) / Dir. Alain Resnais & Alain Robbe-Grillet

Por A Lady

El cine de Alain Resnais no es fácil; en ningún sentido. Por lo menos para mí, que tuve el placer de conocerlo, si bien no a través de sus primeras películas, sí mediante las joyas que le heredó a la Rive Gauche de la Nouvelle Vague, y que flipé viendo esa cosa extraña del 2006 que es Cœurs sin saber qué opinar sobre la misma. Años después pude avanzar con Nuit et brouillard, lo que aportó para confirmar esta aseveración. La primera vez que vi L'Année dernière à Marienbad no fue la excepción a esta regla: recuerdo que, después de ya unos tres intentos, seguía sin poder mantener la vigilia durante la hora y media que dura la película y me quedaba sólo con pedazos que eran inevitablemente insuficientes para ser justo con ella. Confieso que hasta hace un mes no había podido superar este estadio de inmadurez-vejez que me impedía escribir esta opinión, pero es que el segundo largometraje de Resnais es todo un desafío para los cerebros plagados de déficit de atención del 2020: un filme en blanco y negro sin trama explícita que confía con gran peso en los símbolos y la sugestión, que presenta cuadros de una belleza asombrosa, pero a la vez fría y sumamente calculada, que requiere de interés por el análisis y la recepción. L'Année dernière à Marienbad es un dechado de habilidades técnicas y de conocimiento del código lingüístico del cine, y tal vez también el momento máximo de avance semiótico de la Nouvelle Vague. Y aquí vale mencionar unas de las circunstancias que más me han inquietado recientemente con respecto a las atribuciones creativas de no sólo esta película: hasta hace todavía unos meses, el mayor mérito artístico de este filme era adjudicado a quien se creía el único colaborador con tareas de dirección, Alain Resnais, quien resultó ser sólo un elemento del binomio organizador, que se completa con Alain Robbe-Grillet, el casi fundador del Nouveau Roman (o sea, en Francia y en el mundo todo era nuevo después de la Segunda Guerra Mundial), quien hasta ahora había pasado a la posteridad sólo con la calidad de guionista. Pues resulta que no. Que la idea y ejecución del filme se dio de manera tan simbiótica que incluso trabajaron frecuentemente por separado durante el rodaje sin que ninguna desavenencia de decisiones surgiera entre ellos, lo que implica que Robbe-Grillet haya dirigido partes enteras de la película. Esta "reivindicación" (?) de algunos colaboradores ocultos hasta parece haberse vuelto una racha de buenas intenciones por parte de los historiadores del cine, porque resulta muy sospechoso que sólo hasta bien entrado el siglo XXI se les ocurrió de repente esculcar los archivos. Y mientras tanto, los documentos ahí esperando, bien, gracias. 
Pero vayamos al filme. El comienzo adentra al espectador, más que nada, a un discurso espacial y, si bien las imágenes de los espacios del hotel en el que se desarrolla la acción son acompañadas por una voz masculina que, en apariencia, rememora, ésta acaba siéndole demasiado sospechosa a cualquier espectador atento como para que su discurso, hecho de palabras, se sobreponga a aquél, hecho de imágenes. Desde aquí puede notarse la construcción, de complejidad obsesiva, que es L'Année dernière à Marienbad. El señor que habla (a veces en voz en off, a veces en discurso directo) no elabora una narración, sino un acto de habla más ambicioso: intenta convencer, en primera instancia, a una de las huéspedes del hotel en el que ahora él también se encuentra hospedado. Que ambos se han conocido en ese mismo hotel hace algunos años y que ella le prometió regresar, ya sin otros compromisos de vida, para unirse y ¿vivir enamorados, huir de la sociedad, juntar sus herencias pa' gozarla? En realidad, nadie lo sabe, así como tampoco nadie tiene certeza de si lo que el hombre estaba intentando lograr, a través de lo que parece ser memoria narrada y presentada como evidencia, corresponde a la verdad. Y el relativismo de esta película con respecto a la naturaleza inasible de la verdad es uno de sus mayores logros, y uno que se debe no en poca medida a la edición magistral de Henri Colpi y Jasmine Chasney, la cual coloca la voz del hombre, a veces, en el trasfondo que insinúa subjetividad y unilateralidad y, a veces, como viva voz del mismo hombre, en un tiempo específico y directo que el espectador capta en cuadro como algo que constituyó una realidad. Esta alternancia de acercamientos (o de alejamientos) entre las deixis múltiples por las que transcurre la acción nunca deja que se establezca una referencia espacial ni temporal clara en torno a lo que que las imágenes narran. Por lo tanto, se trata no sólo de convencer a la mujer, sino también a quien ve y escucha desde afuera, de que lo que sucedió fue verdad... o, por lo menos, de que no fue como ella lo recuerda, porque ésta parece por momentos por fin admitir que sí, que en efecto, tal vez pudieron haberse conocido, incluso haber intimado de una otra manera, pero estas confesiones breves terminan pronto para regresar a la negativa. Las imágenes ilustran las acciones insinuadas por las palabras de ambas y sólo así que es uno puede percatarse que muy probablemente la insistencia de este hombre y la resistencia de esta mujer sean fuerzas que responden a un mismo propósito: olvidar. A través de una secuencia inaudita de flashazos de memoria presentados mediante un cambio radical de lo oscuro a lo luminoso, se nos sugiere que este señor haya violado a quien persigue con sus palabras, y que tal vez (sólo tal vez) la película entera esté construida de los recursos de ambos para borrar del recuerdo la responsabilidad y el trauma. Esta interpretación parece funcionar si se le adjuntan otros factores asociados con las numerosas repeticiones que se presentan en el filme. Ya desde el comienzo, la voz del hombre repite varias de sus líneas, lo que puede corroborar la necesidad de reafirmarse así mismo, y quien sea que vea y oiga, que lo que él afirma es verdad. Aún así, las palabras no son lo único que se repite (este recurso es algo que se encuentra ya en Hiroshima mon amour y un poco también en Nuit et brouillard en la muy firme opinión del narrador del documental), ya que a éstas se acumula también la repetición de los lugares. 
Gracias a la concentración visual lograda por la fotografía de Sacha Vierny, vemos en repetidas ocasiones los mismos topi: el balcón junto al lago, los jardines del hotel, el bar y la sala de estar, las estatuas sobre el barandal, los candelabros, la habitación de ella... Parece una suerte de refracción y reflexión del espacio y de lo verbal, similar a como se afectan la luz y el sonido. ¿Podría ser que lo que recibimos es sólo el eco condensado de experiencias pasadas, no necesariamente de un par específico de personas, sino de toda una colectividad? ¿Que el hotel sea sólo el escenario de muchas momentos y de muchas voces durante décadas y que la película se componga de la tejido intricado que resultó de todo eso? La obra de teatro que se ve en los primeros minutos resulta ser la fuente de lo que uno toma como la voz del hombre protagonista, y nos remite así a una referencia interna más: lo que se supone como expresión de un individuo acaba por ser el sostén de una ficción, una referencia del ambiente a sí mismo. Los huéspedes que ven la obra de teatro permanecen sentados o de pie como estatuas, sin moverse, con posturas inverosímiles, como si fueran parte del mobiliario de ese lugar, como si hubieran permanecido ahí eternamente. ¿Es que "los huéspedes" de este hotel no son más que entes del pasado? ¿Por qué sus cuerpos echan sombra a contraluz, pero los árboles no?
El personaje secundario más interesante es el hombre alto que parece ser el esposo de la mujer-protagonista, aunque, en realidad, nunca se sienta nada concreto respecto a esta suposición. Este señor, quien ha desarrollado una manera misteriosa de ganar siempre en un juego de cartas en el que pierde quien tome la última del carta de la mesa, actúa con frecuencia como desalentador de los intentos del hombre-protagonista por ganarle en este juego y por tratar de descifrar cuál es el sistema. La muerte podría ser la esencia de este personaje, que trata a todos con indiferencia y, sin el mínimo esfuerzo, convence a todos de desistir de su intento por trascender, por "ganar". La música de órgano de Francis Seyrig parece ser aquí la música de la memoria y es lo único que oímos durante todo el filme.
Una de las asociaciones que me vinieron a la mente mientras veía de nuevo L'Année dernière à Marienbad fue el trabajo con un sistema de interacciones entre personajes presentado de una forma sumamente compleja bajo la fachada de un rompecabezas temporal y espacial, de un misterio, bastante parecido a lo que David Lynch hace en Mulholland Dr. y a las intersecciones temporales y espaciales en Long Day's Journey into Night (地球最後的夜晚) de Bi Gan, la que incluso se apoya con el uso de 3D en una secuencia final increíble de una hora para procesar el vuelco entre dimensiones. En 1961, la Nouvelle Vague se encontraba casi al final de su época decisiva, la que dejaría el legado más sólido a la historia del cine del mundo. 1962 será el año en el que muestren la maestría que había desarrollado en sus años anteriores como críticos y aprendices, y que explotó, en realidad sin tanta sorpresa, al mismo tiempo. En los tres casos, uno puede intentar encontrar una lógica que nos permita a entender una propuesta narrativa a medias, y fallar en casi todo; o simplemente ver con atención y placer la belleza de cada imagen, de cada idea. Entre la película de Resnais y las de Lynch y Gan hay, respectivamente 40 y 57 años de distancia, y se siguen sirviendo del plato de la Nouvelle Vague. Cualquier despistado que se atreva a seguir afirmando que todavía vivimos en la posmodernidad no se ha enterado que Resnais Y Robbe-Grillet ya la estaban viviendo a lo grande en 1961 y que tal vez ya viene siendo hora de buscar, con urgencia, la época propia .


Otras impresiones:

1. Alguna ocasión tuve para dejarles de tarea a mis estudiantes de Germanística ver Nuit et brouillard. Sólo unos pocos pudieron cumplirla. Los demás adujeron incapacidad emocional para lograrlo. ¿Dónde quedó la tenacidad? 
2. Volker Schlöndorff como asistente de dirección. 
3. El hotel de la película ni era hotel ni estaba en Marienbad, Chequia. El rodaje se hizo en los castillos alemanes de Schleißheim, Nymphenburg y Amalienburg. ¿Por qué no en Francia? El barroco alemán es de una abundancia austera bastante peculiar.
4. Sacha Vierny, el cinematógrafo de este película, trabajó con Resnais en las primeras películas más importantes de su carrera. No es nada casual que Raoul Ruiz y Peter Greenaway se lo codiciaron años después.
5. Es que estos franceses se tomaban muy en serio lo de la joie de vivre. ¡Cuánto lujo y opulencia nomás pa' unas vacaciones!

5 / 5



viernes, 17 de mayo de 2019

À bout de souffle (1960) / Dir. Jean-Luc Godard

Por A Lady

Siempre había tenido problemas con À bout de souffle. Con Godard, en general. La películas que había visto de él me parecían, todavía hasta hace pocos años, logros visuales difíciles de conseguir y fáciles de imitar, cortos de contenido y exagerados en referencias de esnob (esto último lo sigo sosteniendo). Recuerdo incluso que durante mi primer acercamiento a las películas de la Nouvelle Vague, Godard siempre fue el director al que sufría, con el que muy frecuentemente me quedaba dormido y al que sentía carente de simpatía visual e intelectual hacia los ojos que observaban su "cine de arte", en casi el peor sentido con el que se puede usar esa palabra cuando se cree que se le está otorgando el mejor. He visto las más sonadas de sus películas hechas ya en lo que va del siglo XXI y la mayoría de ellas me han parecido meros ejercicios sin plan definido que apelan a una capacidad asociativa de gran concentración. No creo cambiar pronto de opinión acerca de su obra más actual, pero ha sido durante el tiempo dedicado a escribir este blog que me ha dado una de las mayores vergüenzas de mi vida dándome cuenta del valor del joven Godard, por lo menos hasta por ahí de los 70's, y con más razón es necesario hablar de À bout de souffle como el fundamento de este cambio de valoración. Si se indaga un poco sobre los inicios de Godard en el cine, se puede llegar a tener la imagen de todo lo contrario a lo que fue Truffaut: un morro de familia de dinero viejo que alternaba entre las nacionalidades francesa y suiza, a quien le parecía interesante el fenómeno artístico y comunicativo del cine después de nunca haberse interesado por él y que, durante sus estudios en París, entró en contacto con ese mundo, con sus jóvenes entusiastas (de los cuales estamos
escribiendo en este ciclo), y que a través de estas circunstancias acabó como crítico en Cahiers du cinéma y como publicista de la rama francesa de la 20th Century Fox. Hay pocos recursos para intuir entonces que Jean-Luc Godard desarrollara más que un interés notable, incluso una habilidad, por el sistema de la producción y recepción cinematográfica; que resultara ser una de las mentes geniales de la cinematografía de mediados de siglo XX, no tanto por su imaginación, sino por los resultados de la osadía con la que derribó sobreentendidos que excluían propuestas, porque demostró, como requieren demostrar las mentes brillantes, que estamos ignorando recursos que ya hemos conocido en el pasado pero que, sabiéndolos emplear, pueden ayudar a tumbar paradigmas, que lo que importa mantener constante y activo es el sentido de la posibilidad.
À bout de souffle es la prueba más recia de esta fuerza vital e intelectual: una película que rompió con casi todas las convenciones que la técnica cinematográfica había utilizado hasta 1960 y que aportó al de por sí amplio repertorio de innovaciones que la Nouvelle Vague integró a los rodajes y la edición. En la actualidad, este filme tiene la desventaja de que sus transgresiones han sido completamente asimiladas por el espectador promedio como técnicas comunes y corrientes de una película con intenciones comunicativas más exigentes. Sin embargo, los cortes repentinos entre escenas, el rodaje 
completo en luz natural y la casi absoluta improvisada redacción del guión que se iba completando conforme a Godard le llegaban las ideas, afectaron de golpe la manera en la que se pensaba la estructura y hechura de una película todavía a inicios de los 60's. Hoy en día, À bout de souffle es un parámetro de dinamismo y la muestra de que no se requiere de un presupuesto hollywoodense para trascender; entender de manera prodigiosa el sistema de signos de los que se sirve el cine fue y sigue siendo la mayor destreza de Godard. Desde las primeras escenas se nota que los ojos del director y del cinefotógrafo Raoul Coutard (quien junto con Henri Decaë pasarían a la historia como los responsables de la imágenes luminosas que legó la Nouvelle Vagueeran jóvenes en 1960, mas no inmaduros. Tan sólo la secuencia en la que Michel Poiccard (un Jean-Paul Belmondo que tal vez no se enteraba aún de lo que esta película le traería) maneja por la carretera de Marsella a París arrasa con un ritmo pulsante y trucos de diégesis raros para ese entonces
(que Michel se dirija directamente al espectador, la alternancia entre el monólogo interior y los diálogos, las tantísimas referencias al cine, a la literatura, a la música que funcionan como guiños y, a veces, como rastros del caldo de cultivo del que la película surgió). Una de las secuencias icónicas sucede en el cuarto de Patricia (Jean Seberg, que prácticamente se volvió parte de la mitología permanente del cine gracias a esta película y a su vida trágica), en la cual el argumento consta, en esencia, de los persistentes intentos de Michel para convencerla de que tengan sexo. Esta parte es relativamente larga y es cautivador e impresionante ver cómo la acción fluye sin problemas en torno a un tema de apariencia tan escueta. Es justo en este tipo de detalles en los que reluce lo sesudo de Godard, porque durante más o menos 15 minutos la atención de quien ve está fijada por medio de la cercanía que transmite la cámara, la sencillez de los diálogos que llega a ser hasta ridícula y la intriga que provocan esos saltos de un momento a otro; el magnetismo de À bout de souffle es técnica pura.
Justo este último aspecto es lo que puede atraer o finalmente repeler al espectador, como al yo de hace 15 años, porque, por muchos momentos, parece que hay muy poco además del estilo deslumbrante. Sólo hasta hace unas semanas caí en cuenta de la gran habilidad con la que se inserta el retrato de esta juventud que desde Ascenseur pour l'échafaud, pasando por Les cousins y también un poco por Les 400 coups, sigue siendo el objeto de fascinación de la Nouvelle Vague: esa despreocupación por el orden de la vida burguesa, la rebeldía que casi raya en ingenuidad, la satisfacción impulsiva de los placeres sin miramientos hacia terceros, la noción nula de qué es lo que pueda suceder mañana y el desinterés por saberlo han sido hasta ahora el motor de las historias durante este ciclo; el tono emocional en el que se enmarcan estas vidas es guiado por el extravío. Michel Poiccard y Patricia Franchini no tienen ni idea de qué es lo que se les va a antojar mañana o de si lo que hagan sea realmente lo que querían hacer, y parece que este ausencia de plan es, paradójicamente, un tipo de estrategia existencial para lidiar con el mundo posterior a dos guerras mundiales. La escena final representa bien esta falta de comunicación la cual, de cierta manera también genera falta de empatía; ambos protagonistas conviven porque se proporcionan placer mutuo, pero ninguno irrumpe a profundidad en la vida del otro. El rostro de Patricia inexpresivo de Patricia es la única reacción a la muerte del hombre con el que acaba de pasar casi todo el día anterior y a las palabras ambiguas que logra pronunciar antes de morir.
Ir encontrando las formas en las que la Nouvelle Vague reelaboró el cine gringo de los 40's (como Pauline Kael pensaba, cómo los franceses comprendieron la poesía del crimen de los filmes de gangsters y del film-noir) y cómo 30 años después los gringos respondieron con películas como Bonnie and Clyde, en las que los retratos de las vidas criminales estaban cargadas de existencialismo. La presencia constante del aura de Humphrey Bogart no es gratuita.


À bout de souffle sigue siendo hoy un caso difícil de apreciación, porque, además de un poco sobre su contexto de producción, requiere de un ojo que sepa lo tanto que puede comunicar la imagen y sus movimientos.

Otras impresiones:
1. El FBI tiene en sus manos machas de la muerte de Jean Seberg. Ya sé que ya lo saben, pero nomás quería recordarlo.
2. La nariz de Jean Seberg.
3. No cabo duda alguna que la Nouvelle Vague amaba el cine gringo en especial por sus tomas hechas desde un auto. Este club de maleantes hizo algunos de los negativos más bellos de las calles de París.
4. La morra que anda vendiendo Cahiers du cinéma en la calle.
5. En algún momento pensé que Jean-Paul Belmondo era el segundo hombre más sexy del mundo. En los 60's sigue siéndolo.
6. El productor Georges de Beauregard fue a darle sus zapatazos a Godard al Café de Notre-Dame porque creía que se estaba haciendo bien güey fume y fume. A ese buen hombre los niños éstos le debían eso y más. 
7. François Truffaut y Claude Chabrol dizque escribieron la historia. En realidad, nomás le dieron unos cuantos apuntes medio chuecos a Godard, y Chabrol, que aparece como consultor técnico en los créditos, sólo se apareció como 3 veces en el rodaje. La condición que le pusieron a Beauregard para usar su "material" era que su amigo hiciera lo que quisiera.
8. Los gringos luciéndose en el mundo haciedo remakes de todo, incluido uno de esta película en el que pusieron a Richard Gere. Lo que es no aceptar que también pasen cosas chidas en otras partes del mundo.  

5 / 5

lunes, 13 de mayo de 2019

Les 400 coups (1959) / Dir. François Truffaut

Por A Lady

Hay películas que inevitablemente salen en los libros. De esas que, cuando uno comienza a interesarse por el cine como sistema, son puestas en el camino por críticos, redactores, historiadores, directores, actores, etc., como algo sin lo que el cine nomás seguiría siendo un conjunto de técnicas heredadas del melodrama de los 40's. En mi caso, Les 400 coups fue esa película que, de tanto topármela sobre una página durante años, acababa preguntándome siempre cuál podría ser semejante mérito y encanto como para que la insistencia retroactiva fuera tanta. Un cine-club sobre la Nouvelle Vague, organizado al inicio de los 2000's por un instituto de cultura de mi pueblo y por la sucursal de la Alliance française del lugar, fue donde entendí un poco. Porque incluso después de haberla visto repetidas veces a lo largo de unos 15 años, no entendí tanto en ese entonces como hace una semana, cuando regresé al filme para escribir esto. Tal vez este retrato de la transición entre la inocencia de la niñez y la consciencia sobre la propia circunstancia que se va adquiriendo en la pubertad es una de esas obras que se entienden mejor a la distancia que da la edad.
François Truffaut parecía no pretender un cine de trasfondo político o de preocupaciones explícitamente colectivas. De hecho, gran parte de su filmografía, empezando por Les 400 coups, apunta a una discusión permanente consigo mismo sobre obsesiones propias (la niñez y la adolescencia, la relación erótica entre hombre y mujer, el cine gringo de los 40's, Jean Renoir, Jean Vigo, Hitchcock) y la nostalgia siempre está más o menos presente en ella, aunque muchos críticos digan lo contrario. Truffaut es un director lleno de nostalgia, por su propia vida y por el arte del pasado.
Les 400 coups es una película que revoluciona e impacta desde sus crédito iniciales. Lo primero que ve el espectador es la cima de la torre Eiffel que despunta sobra los tejados de París; lo primero que escucha, la música de Jean Constantin, que permanece incluso más allá de la película. Esta secuencia inicial tiene la función informativa de anunciar colaboradores, pero su agilidad técnica hipnotiza: hecha de tomas continuas desde un automóvil, las escenas muestran a la ciudad como a un personaje que, a la vez, enmarca todas las vidas que le importan al filme y se presenta como un recuerdo, uno de los que se mueven, de los que tienen vida, porque siempre son reformulados por la memoria humana. Esta toma es ejemplo del genio que Truffaut demostró en los años tempranos de su carrera (en su momento, se hablará de Jules et Jim), cuyos rasgos se convirtieron en algunos de los atributos que se impregnaron en casi toda las obras de la Nouvelle Vague: el movimiento audaz de las tomas. Si bien Malle, Chabrol y Resnais mostraron cámaras de dinámicas interesantes y novedosas para finales de los 50's, la fotografía que Henri Decaë logra en Les 400 coups es un portento de libertad lúdica, porque sabe contenerse en el momento requerido y su movimiento es natural, es sincero. Para prueba de ello, la escena del juego mecánico: la cámara intenta transmitir la vista que Antoine Doinel percibe mientras es centrifugado en la taza loca a la que se sube después de irse de pinta con su amigo; a esa rotación pueden dársele muchas interpretaciones, pero la lozanía de su regularidad se muestra limpia y honesta. Es más que curioso cómo es que esta escena puede conmover con semejante fuerza.
Es especialmente interesante la manera en la que Truffaut idealiza París, porque no se explaya en tomas abiertas o referencias obvias; a través de sus ojos y los de Decaë, la ciudad es un lugar de llovizna permanente, de arquitectura de espacios inverosímilmente abiertos y que huele a viejo en la que los niños resultan seres mal colocados, pero, sobre todo, es un lugar sin mar. Doinel sueña con conocer el mar y no es sino hasta la legendaria secuencia final que logra su sueño, en parte satisfecho pero, más que nada, desconcertado. Supongo que no sólo se trata de una sensación que era exclusiva de Antoine Doinel, sino de casi todos los personajes que nos presentaron directores, guionistas y cinefotógrafos a lo largo de lo que duró la Nouvelle Vague. Tampoco es difícil comprender por qué la sensación de desconcierto es más notoria viniendo de adolescentes-casi niños al considerar la infancia que Les 400 coups retrata. La secuencia en el teatro de marionetas avasalla (en menos de dos minutos) casi cualquier otra representación de la infancia que haya yo visto en otra película; los rostros de todos esos niños, algunos aún muy pequeños, expresan un asombro del que sólo se es capaz cuando el orden de la realidad cotidiana aún no se nos dicta. Doinel y sus compañeros de clase se encuentran justo en la transición entre infancia y adolescencia, y comienzan a ceder ante la presión del mundo adulto que pronto los considerará ya del todo como miembros del clan al que se le exige acatar un entendimiento normado del mundo, un restricción de su sensibilidad y de su espectro de interpretación; cuando Doinel descubre a Balzac (referencia que se conecta con otra mención del escritor en Les Cousins) tanto su profesor como sus padres rechazan que exista algo positivo en la imitación que la obra del escritor le inspira al niño.
Esta ausencia casi total de orientación (su padrastro es la única figura relativamente empática con él) puede considerarse un tipo de abandono. El abandono de padres ausentes física, monetaria o emocionalmente es uno de los temas que Truffaut sabe manejar mejor. Es grave el impacto que este desinterés de los padres hacia sus hijos puede generar en el espectador, pero en ningún momento el guión o la imagen culpa o reprocha, sólo expone circunstancias lamentables. El egoísmo y desprecio total en el que en ocasiones deviene este abandono se personifica en la madre de Doinel, quien, de la nada, comienza a consentirlo después de que éste la ve besarse con su amante en la calle. Claire Maurier crea su personaje de manera brillante, que irradia hastío y desesperación ante la vida de madre y esposa que no quiere llevar.
Les 400 coups es una obra que no dejó una marca tan radical en los saber-haceres técnicos y narrativos del cine posterior, como lo hizo, por ejemplo Jean-Luc Godard al año siguiente con À bout de souffle. Pero esta capacidad abrumadora para transmitir emociones mediante imágenes en movimiento y para tratar los sentimientos y sus efectos en vidas individuales sólo la tenía Truffaut, y no es casual que una historia suya haya sido la base sobre la que el mismo Godard construyó su propio monumento de película. Quien diga que todo cine gringo es deleznable, sea cual sea la razón de este despropósito, no tiene conocimiento de causa ni de las películas de Truffaut, que amó con obsesión la obra de Hitchcock y de Hawks y que, con la ayuda de André Bazin y sus carrera previa como crítico de cine en Cahiers du cinéma, pudo fusionar la frescura de las cámaras gringas con la sensibilidad de Francia de la posguerra. Les 400 coups es una de las muy pocas películas universales, de esas que sobrepasan todo marco de tiempo y cultura, de las que dicen la verdad.

Otras impresiones:
1. Truffaut mismo huyó de su vida familiar cuando niño y sólo me puedo imaginar el lazo que ha de haber entablado con Jean-Pierre Léaud.
2. La escena donde se ve cómo meten en "jaulas"a las niñas que juegan en el patio de la correccional destroza cualquier corazón sano.
3. Al salir del cine, Doinel y su amigo se roban de la pared la foto de una chicuela seductora. La chicuela es Harriet Anderson en una de las tomas más famosas de Sommaren med Monika. Bergman ya estaba ahí.
4. Truffaut fue el único director al que expresamente se le prohibió la invitación al Festival de Cannes en 1958 por andar escribiendo pestes de varios de los organizadores y directores afines. Al año siguiente, se fue de ahí con su palmita a la Meilleure mise en scene por Les 400 coups.
5. Toda la comida de las películas francesas se me antoja. Es que hasta los huevos revueltos salen suculentos en estas películas, chingá.

5 / 5



jueves, 9 de mayo de 2019

Hiroshima mon amour (1959) / Dir. Alain Resnais

Por A Lady

No es frecuente que uno se pregunte cómo es que empezamos a recordar. Sin saber, empezamos a acumular restos de experiencias vividas con los que vamos urdiendo una red de imágenes, de sonidos, de olores que, a veces, parecen sernos necesarios para seguir teniendo algo que nos acerca a su origen. Ese tipo de recuerdo necesario se va generando, a veces, de manera espontánea e involuntaria y, en cierto momento de nuestro volvernos-conscientes del mismo, pareciera anunciar que su permanencia volátil y maleable es la señal de que la capacidad de retener cuadros de vida no se da sin cuota, que el dolor, con mayor o menor efecto, es su acompañante permanente. Dolor por nostalgia, dolor por no poder olvidar, porque el olvido termina siendo el único medio para amortiguar el hecho de que el tiempo, como lo conocemos, es lineal y no se almacena. La mujer francesa protagonista de esta película está lidiando con los recuerdos de un primer amor que creía casi olvidado, pero el encuentro de una noche con un hombre japonés en Hiroshima se vuelve el catalizador para todo un trayecto de memoria que le reafirma lo fácil que el presente y el futuro son determinados por el sabor del pasado. Pocas películas han tratado al ser humano como ente que recuerda como Hiroshima mon amour; una de las primeras secuencias, en la que se escucha como voz en off la descripción de todo lo que "ella" dice haber visto y entendido de Hiroshima durante su corta estancia en la ciudad y cómo "él", su amante de ocasión, la contradice, afirmándole que, en realidad, no ha visto nada de lo que piensa haber visto en Hiroshima, se percibe ya la tensión que existe entre las redes de recuerdos contrapuestas de dos individuos, lejanos tanto en cultura como en historias de vida y, sin embargo, convergentes en un momento específico en el que empiezan a fundirse las vivencias del presente inmediato con las del pasado significativo, de manera que las diferencias y las contradicciones se convierten, rápidamente, en afinidades y añoranzas.
Alain Resnais nunca ha sido un director fácil, si bien, a veces, demasiado predecible. Pero el haber formado una idea semejante para lograr una película como Hiroshima mon amour representa más que un prodigio en la historia del cine del mundo. Actualmente, este filme da a muchos la impresión de ser una película francesa en blanco y negro más (sólo que ahora en Japón) en la que pocos personajes reflexionan sobre cosas de las que los subtítulos no saben dar una buena traducción. Una de "esas películas de arte", impresión que también revela mucho sobre la manera en la que el cine a recorrido los años. Para entender brevemente las dimensiones del cambio que representó la película de Resnais hay que considerar las técnicas narrativas que predominaban en el cine occidental hasta finales de los 50's: tramas mayoritariamente lineales con muy pocas o, de plano, ninguna licencia de edición que pudiera confundir al espectador al sacarlo del transcurso recto y hacia el frente del tiempo filmado. Ni siquiera los mismos realizadores que posteriormente serían agrupados dentro de la denominación de Nouvelle Vague alcanzaban a aplicar los saltos en el tiempo, la inclusión de material documental, la densidad del diálogo en un tiempo filmado que abarca menos de 24 hrs., la crítica indirecta pero devastadora y lapidaria a la guerra y a la indiferencia, y la opinión de que es inevitable que todo este sufrimiento se vuelva a infligir y a vivir porque el ser humano, como parte de su naturaleza, olvida, y es esa deficiencia biológica la que hace necesaria la Historia. Varios críticos y directores pensaron, en su momento, que Hiroshima mon amour era la primera película "huérfana", sin referentes a los cuales pudiera uno recurrir para rastrear sus fuentes. Hasta qué grado esta aseveración es certera en realidad no interesa; lo relevante es el impacto que tuvo en las formas de concebir el cine después de 1959, un impacto que se fundaba, en parte, en su cercanía con los recursos de la literatura, en especial del nouveau roman (no es casual que Marguerite Duras sea la responsable de un guión avasallador), de otras artes visuales y de la filosofía. El crítico gringo Richard Roud llegó incluso a bautizar a cierta bandada de cineastas franceses como la Rive Gauche (Orilla izquierda) de la Nouvelle Vague: directores que, si bien no enemistados con los realizadores en torno a Cahiers du Cinéma, se mostraron exasperados por la inmediatez de sus películas, por lo que optaron por medios de representación más experimentales e híbridos, aun con la certeza de que sus grupos de recepción sería reducido. Entre estos creadores se encontraban Chris Marker, Agnès Varda y el mismo Resnais.
Uno de las motivos más recurrentes del filme es la memoria de la experiencia corporal: la primera escena con los brazos y manos de los protagonistas, palpando el cuerpo del otro, dejándole una marca que se desvanece casi al instante, carácter efímero que es reforzado por la presencia de arena, la cual se encuentra en movimiento permanente y cuyo estado momentáneo nunca prevalece. A pesar de esta dinámica física sin fin, que parece fatal, es justo al recuerdo del contacto entre cuerpos al que se le debe, con frecuencia, la persistencia de lo vivido en la deformación de la memoria. Los restos que el ser humano va recolectando a lo largo de su vida con el fin de comprobar(se) que ha existido es justo esa "reconstitución" de la que se habla al inicio de la película; la formación de la memoria colectiva y la memoria individual trabaja sobre mecanismos similares y, a falta de otro recurso, se deben asir las experiencias que fundan los traumas con reelaboraciones armadas de fragmentos y adendas de nuestra propia invención. La secuencia en la que se muestran, mezcladas, imágenes documentales de las secuelas de la bomba atómica en Hiroshima y escenas actuadas sobre el mismo tema es testimonio de la habilidad frecuentemente increíble con la que Resnais podía acercarse a la realidad para presentarla y reelaborarla desde el cuestionamiento que proviene de la imagen misma y las palabras que la acompañan, las cuales, por lo regular, sólo plantean preguntas. Muchos ecos de Nuit et Brouillard, el documental de Resnais sobre Auschwitz, resuenan a través de estas escenas. Quizá sea la ironía más grande y presente de la película aquélla que consta de la necesidad humana de luchar contra el olvido, sabiendo de antemano que parte de la esencia humana es la transitoriedad; cualquier identidad colectiva sin historia está destinada a fracasar, pero el olvido ineludible de la historia hace que esas identidades sean configuraciones en permanente construcción.
Una de las escenas más hermosas del filme es la que presenta a personas viendo el horizonte y el río desde un puente de Hiroshima. Ven cómo el caudal fluye, movido por la brisa, y cómo las luces de los edificios y casas se encienden y se apagan, tal vez con la certeza, consciente o inconsciente, de que el momento que están viviendo a cada segundo es una cuadro único que jamás volverá a su existencia con su especificidad íntegra. Como si toda vida fuera una secuencia finita de momentos irrepetibles, Y, por ocasiones, alguna semejanza del presente con esos registros mentales determina de modo fulminante cómo encausamos la vida, como ella cuando comienza a sentir que él es el reflejo de su amante alemán muerto al final de la Segunda Guerra y por el que casi se vuelve demente. La posibilidad de "revivir" ese amor imposible, como ella misma le llama, esta ahí, latente con la sugestión de que no ver a alguien nunca más es la confirmación del triunfo del tiempo que no regresa. Pero, al final, parece que se acepta que se trata sólo de un engaño al que da gusto seguir y aceptar como verdad: la imagen que una tiene del otro es el resultado de ensamblado de fragmentos de los lugares en los que han coincidido, ya sea en la realidad palpable o en la narrada: Las personas nunca llegan a conocerse. Cada uno construye al otro con deformaciones de la memoria. Pero igual vale la pena intentar alcanzar los momentos del pasado, incluso sabiendo que no se logrará.
Qué difícil es Resnais. 

Otras impresiones:
1. Aun con todas la diferencias entre Resnais, Malle y Chabrol, el sustrato fuertemente político sigue vigente: la guerra, la humanidad que, sin remedio, se destruye.
2. El bar del final que se llama Casablanca y el alud de asociaciones con la dinámica del tiempo en Resnais, los amores imposibles y As Time Goes By. Casi chilló.
3. ¿Qué le dice la viejita a Eiji Okada en la estación de autobuses?   
4. Eiji Okada tenía la risa occidental más falsa de la historia del cine.
5. Hiroshima mon amour fue la primera película de la Nouvelle Vague que vi en la vida, hace quince años. Y no le entendí nada.

4½ / 5

domingo, 5 de mayo de 2019

Les Cousins (1959) / Dir. Claude Chabrol

Por A Lady

Claude Chabrol es un director que empezó a interesarme muy recientemente. Recuerdo haber visto algunas de sus últimas películas hace años y haber pensado con intensidad que sus películas de este talante estaban destinadas a ser parte de ese desfile del oprobio que es el Tour de cine francés de Cinépolis/Cineteca. Con más años y más barrio encima, fui indagando acerca de la razón de por qué era mencionado, aunque fuera una sola vez, en casi todas las historias del cine occidental con las que yo iba a dar. Al final, la impresión fue que, sin detrimento de nada, sus películas constituyen un corpus de exquisita medianez: películas de alta, a veces muy alta, factura, pero que en casi todos los aspectos de producción y repercusión, permanecen detrás de las películas de los monstruos de la Nouvelle Vague, movimiento que, según muchos críticos, bien pudo haber iniciado él sin jactarse tanto de ello, al estrenar Le Beau Serge en 1958. ¿Cómo es, entonces, que pasó a ser, digamos, una figura relevante de segundo plano, si fue justo él quien sentó muchas de las técnicas y quien comenzó a utilizar muchos de los rasgos estilísticos que acabaron siendo característicos del movimiento? Si bien Truffaut y Godard, por mencionar los dos nombres más conocidos, realizaron filmes con mayor impacto en la recepción creativa de otras gentes de cine debido al espectro de alcance de sus temas y técnicas, las películas de Chabrol parecen querer enfocarse en tragedias de otro tipo, en conflictos de tensión personal y/o familiar que, por lo regular, encuentran un desenlace fatal. Esta misma tensión ha sido la que le ha hecho posible manejar de manera admirable el thriller a la Hitchcock (uno de los héroes de la Nouvelle Vague) y a fluctuar entre el cine de intenciones artísticas y el del mero entretenimiento. Tal vez sea ése el motivo por el que su obra causa esa determinada impresión.
Para este ciclo decidí no incluir Le Beau Serge, en beneficio de otra película menos conocida pero, a mi parecer, mejor construida, la cual cuenta con los mismo actores principales de la primera. Les Cousins presenta al chaparrito sabroso de Gérard Blain y al feo de Jean-Claude Brialy como los personajes principales Charles y Paul, respectivamente. Parece no ser casual que se trate de los mismos actores principales de Le Beau Serge interpretando personajes de trasfondo similar a los de esta misma película; es probable que Chabrol haya sentado en ellos cierta tipología de juventud a la porque quería volver tópico, juventud que comparte su fundamento histórico con la de Julien Tavernier en Ascenseur pour l'échafaud: hombres (que quede claro que en los dos primeros filmes del ciclo sólo se tratan, como ejes de acción, experiencias de vida masculinas) que intentan lidiar con el pasado inmediato de la Segunda Guerra Mundial y el trauma que los güeros del noreste les propinaron. En ambas películas la relación de la juventud francesa con la cultura alemana después de la guerra es recurrente y lo más intrigante de todo es que el acercamiento que se retrata no es de miedo o repulsión, sino de fascinación: en el caso de Les Cousins, algunas de las escenas más memorables son aquéllas que presentan al espectador el fanatismo de Paul (el primo mayor y libertino de Charles) por la lengua alemana, la música de Wagner y Mozart y una que otra referencia humorística, o no tanto, al habla estereotípica de los policías de la Gestapo (en alguna escena, Charles le comenta a su primo que tuvo mejor que haber estudiado Alemán en vez de Derecho). Esto me llevó a notar dos cosas que sobresalen: que, si se consideran los trasfondos de la acción de Ascenseur pour l'échafaud, de Les Cousins y de Hiroshima mon amour, puede concluirse que las primeras grandes obras de la Nouvelle Vague son películas que intentan, como sus propios personajes, lidiar con la memoria colectiva e individual reciente e intenta simbolizarla en la decadencia y caducidad de los valores burgueses de la sociedad europea, así como en la incapacidad de afrontar los cambios con los que la realidad de la Posguerra los encara. Estas juventudes son impetuosas en la búsqueda de la evasión y, a la vez, viven en angustia permanente de que su resiliencia o la existencia misma sea insuficiente. Esto concuerda con las referencias a Illusions perdues de Balzac (los íres y venires de la provincia rural a París es la situación del chaparrito Charles) en esta película y a otras de sus obras en otros filmes por venir en el ciclo; ¿es que la Nouvelle Vague decantó en la búsqueda de una manera de rescatar los propios años jóvenes de asfixiarse en el Angst que le representaba la cotidianidad europea después de la Guerra? Y en cuanto a la manera en que esta película y la anterior del ciclo intentan representar a sus juventudes, es fascinante observar cómo Henri Decaë va volviéndose, poco a poco, el cinematógrafo de la Nouvelle Vague y cómo va construyendo el lenguaje cinematográfico de ese movimiento: las tomas libres desde un auto, las tomas largas sin cortes heredadas del cine gringo, los enfoques a las manos y a los rostros (que luego Bergman perfeccionaría en su capacidad de expresión emocional), la carga de significado de las oscuridad de los especios interiores y la claridad de los exteriores, en los que la imagen proyectada de uno mismo se hace inmediatamente pública.
Los juicios de valor acerca del estilo de vida de Paul no existen en Les Cousins: la promiscuidad, la adicción a varias drogas, la misoginia, la arrogancia, la envidia, el racismo, etc. son todos rasgos de las personalidad del primo parisino de padre adinerado. Varias situaciones dicen mucho al espectador sobre su persona: que le sea más que fácil pagarle un aborto a una de sus cogiamigas, sin importarle que ella no se siente segura de que esto sea la mejor decisión; que es prácticamente el jefe de toda la clique de estudiantes de derecho de su universidad; que su amigo más cercano sea un hombre de evidente mayor edad, cuya ocupación es desconocida, pero puede relacionarle, en un segundo, con algún tipo de actividad ilegal. Todo esta no tan compleja personalidad es, desde la perspectiva de la cámara, un individuo más, ni mejor ni peor que la contraparte que representa su primo Charles, el estudiante de provincia con complejo de Edipo que fantasea con lograrse como hombre: abogado con un lado sentimental, estable en sus finanzas, casado con la chica guapa de sus sueños húmedos y cercano a su madre, a la que le cuenta casi todo. Al final, ni uno ni otro se encuentra en un nivel moral superior; sin embargo, si a alguien parece hacerle un reproche la película es a Charles, quien espera de la vida una retribución por sus "esfuerzos" o por lo menos por sus buenas intenciones y, al final, sucede todo lo contrario. La escenas que siguen al momento en el que Charles reprueba su examen profesional poseen un carga especial de significado: Charles llegando con su amigo el librero, quien le dice que siempre puede intentarlo por segunda vez; Charles yendo a la iglesia para reconfortarse en su fe, sólo para encontrarla cerrada. Charles piensa que la causa de su fracaso académico fue la fiesta que dio Paul en su departamento una noche antes con motivo de haber aprobado su propio examen profesional sin haber estudiado ni un lo más mínimo. El examen que Charles cree una prueba de su valor académico es, en realidad, el símbolo de su fracaso en la pragmática de la vida: el mismo muchacho es incapaz de diferenciar sus propias emociones hacia Florence (una Juliette Mayniel de unos ojos que incluso en blanco y negro parecen tener color y luz) y que se avergüenza de mostrarle los poemas que él mismo le escribe; el mismo muchacho que no muestra ninguna reacción de enojo, incluso cuando su primo le baja a la novia con las peores artimañas de la manipulación psicológica. Charle pertenece al código moral del pasado, a una realidad aislada (este primito ocupa una "recámara" que consta de un cuadrito donde caben una cama, un escritorio y el único baño de todo el departamento) que está condenada a extinguirse a causa de los mismos errores que le hace cometer su misma ingenuidad. Charles, quien sólo busca saciar su impulso de autosatisfacción inmediata y no espera ningún tipo de dicha potencial es quien adquirido casi a la perfección un modus vivendi que lo convierte en un individuo apto para el tiempo sin expectativas en el que existe, un tiempo que del cinismo y de la adaptación a sin cuestionamientos morales, un tiempo en el que se existe. Sin convicciones, sin ideales, sin esfuerzos, sin pérdidas de tiempo.

Otras impresiones:.
1. Hasta ahorita me estoy dando cuenta que París es el topos de la Nouvelle Vague por antonomasia. ¿Será por la guerra?
2. Nunca me han dado ganas verdaderas de ir a París y parece que este ciclo lo único que está haciendo es darme aun menos ganas de ver los modos feos de los parisinos. Ya me vi mentando madres en cada café, a cada taxista, a cada vendedor de quesos.
3. Gérard Blain me dio en el punto débil con esos 1,60 m de estatura y ese ceño fruncido.
4. Los morros de los 50's tenían partys bien locaaaasss, con shows de escapismo y música de Wagner, alcohol y drogas.
5. Las pistolas, Hitchcock por ratos largos.
6. En los 50's los europeos ya habían descubierto que los estudiantes no tienen la necesidad de asistir a clases para aprender y para eso les daban los scripts fotocopiados. Ahí la llevas México.

4 / 5

miércoles, 1 de mayo de 2019

Ascenseur pour l'échafaud (1958) / Dir. Louis Malle

Por A Lady

Recuerdo bien las primeras películas que me causaron impresiones conscientes. No me refiero a aquéllas de la infancia de las que también me acuerdo aún, que vi en cines y que me emocionaron de una u otra manera, sino aquéllas otras de la adolescencia sobre las que pensé por días, las que me confirmaron que las películas como ellas existían, ésas que me dieron lo que ni mis padres ni la escuela me dieron: una educación de los sentimientos y del intelecto; esas películas que fueron enseñándome a vivir tantas cosas, en un momento y un lugar en el que había tan pocas ocasiones de vivirlas. El espectro de este corpus nostálgico es amplio y diverso, pero hay un grupo que forma una gama larga en el mismo: en un cine-club organizado por un centro cultural de mi pueblo aprendí a ver cine, y las películas de la Nouvelle Vague francesa fueron, a la vez, reto, guía y estándar.
En ese entonces, desconocía las causas y procesos del origen del movimiento. A nada me sonaban los nombres de André Bazin, Henri Langlois o Alexandre Astruc, desconocía que existiera una peliculita gringa llamada The Little Fugitive y su posición esencial para los procesos creativos de los cineastas franceses de los 50's y mucho menos estaba enterado de que es justamente este periodo en el que la teoría del cine de autor de Andrew Sarris encontró sus fundamentos. Nada de esto sabía y, sin embargo, tenía la certeza de que lo que estaba viendo era importante, porque la pintura que me daba de la vida era cercana y podía ser real, porque sus imágenes daban ganas de crear, daban ganas de vivir para poder seguir viendo cosas así. Como se puede leer, este ciclo es especial para mí y valdrá la pena hacer una revisión de las transformaciones por las que ha pasado la vigencia, aún perenne, de estas creaciones en mi capacidad de apreciación y, muy generalmente, en mi vida.
Es sabido para algunos que la Nouvelle Vague surge de un grupo de cinéfilos, cineastas y críticos de cine franceseses estrechamente vinculados a la legendaria y aún activa revista Cahiers du cinéma; que éstos querían responderle sus cosas a lo que ellos denominaron la Tradition de qualité, es decir, al cine francés comercial y críticamente paramétrico a finales de los 40's, el cual se basaba en gran medida en adaptaciones de clásicos literarios y en un tratamiento temporal y fotográfico de corte impecable, pero desprovisto de cualquier alocución propia de los creadores; que la producción de películas de este movimiento se vio apoyada de forma paralela por discusiones teóricas importantísimas para su propia revolución formal y que sin cine gringo, especialmente ése del film-noir, y sin Neorrealismo italiano la Nouvelle Vague simplemente sería inconcebible. Otra de las cuestiones que los 50's trajeron al caldo de cultivo en el mundo occidental fueron las rebeliones juveniles contra las generaciones anteriores, contras las generaciones de las guerras y, aunque no lo parezca a primera vista, es éste el fundamento que constituyó el empuje de la ola misma y de una de las primeras películas que mostraron señales del nacimiento de un nuevo estilo. Ascenseur pour l'échafaud fue la tercera película de Louis Malle, quien ya había hecho callo codirigiendo Le Monde du silence con Jacques-Yves Cousteau, ese documental sobre la vida marina, y Les Amants, esa película aburridísima del desnudo escandoloso para los años en los que fue estrenada. En fin, que, por donde se vea, el motor que da dinámica a la acción es un conflicto esencialmente generacional cuyo núcleo es la Segunda Guerra Mundial y la doble moral que seguía sacando provecho de los conflictos bélicos posteriores a la derrota de los Nazis. Es en este marco en el que encontramos a M. Carala, dueño de la empresa armamentista en la que trabaja su empleado Julien Tavernier, quien desde el principio conoce a fondo la pivacidad de su jefe, tanto sus robos de información clasificada del gobierno, como la intimidad con su esposa (una Jeanne Moreau luminosa, quien desde entonces sería una referencia visual y estetica de la Nouvelle vague), de la que es amante. Uno se pregunta qué es lo que resulta tan apremiante que requiere del asesinato de M. Carala para que estos dos puedan vivir su romance tórridamente. Muy probablemente será el dinero de la herencia, con el que podrán vivir a gustísimo, pero esto permanece siempre como una suposición del espectador, porque Tavernier y Mme. Carala nunca mencionan algo acerca de hacerse de esos millones de francos; lo que sí es claro es que quieren escapar. Escape que nunca se logra hacer, como el escape de la realidad de sus vidas. 
El escapismo es también algo recurrente en la trama de Ascenseur pour l'échafaud: no sólo Tavernier y Florence Carala intentan escapar (no sin antes elminar al paradigma de la moral monolítica que ellos consideran como su opresora), también la chica florista y su novio pandillero pretenden huir de una existencia que, si bien no representa mayores preocupaciones ni responsabilidades, tampoco les ofrece un panorama que compense sus ilusiones. Porque a final de cuentas ambas parejas, de manera más o menos elaborada, atienden sólo una cosa en sus mentes: la convicción de que la consumación de sus ilusiones justifica sus crímenes, sólo por el hecho de que estos romanticismos van en contra del código moral de la Francia de Posguerra. La Guerra sigue influyendo sobre las decisiones de vida de los individuos, decisiones que concluirán en el fracaso de esas mismas vidas.
No estoy seguro en qué medida la tecnología funciona como símbolo o alusión en el filme, pero tengo la fuerte impresión de que la mayoría de las situaciones desafortunadas a las que se ven enfrentadas los personajes son resultado de averías, de cortes de electricidad, de impracticidades técnicas, del uso de un aparato o de una máquina: el robo del auto de Tavernier, el corte de electricidad cuando éste intenta salir del edificio Carala, el disparo de una pistola, haber olvidado una soga en el balcón de M. Carala, llamadas telefónicas, etc.
Algunos críticos han coincidido que Ascenseur pour l'échafaud es más una meditación sobre el film-noir que un film-noir en sí, y sobran razones para pensar esto. El soundtrack que Miles Davis compuso expresamente para esta película logra una sinergia entre sonido, imagen y acción de tal efectividad que es difícil pensar en otros filmes que puedan presumir de algo similar; la ilusión que acabará por desenmascararse como integración al mismo orden en contra del cual pretende luchar es leitmotiv de esta música que acompaña y advierte. 
Los aspectos formales del film-noir fueron elementos clave que compusieron la reserva de recursos de experimentación de la mayoría de los directores de la Nouvelle Vague. La escena del interrogatorio de Tavernier es un ejemplo espectacular de lo que las nuevas tecnologías permitían hacer (o más bien le permitían a Henri Decaë hacer, quien asumirá trabajos soberbios de fotografía para muchos de los filmes de la Nouvelle Vague) con preceptos de los 40's, apuntalados por nuevas ideas: el manejo de la iluminación frontal en vez del claroscuro recuerda más al Expresionismo que nutrió al film-noir que al film-noir mismo; la misma integración de técnicas aprendidas se encuentra en las tomas en picado del cubo del elevador, que sólo puede traer a Hitchcock de inmediato a la memoria. Durante por lo menos tres cuartos de la duración total de la película, Mme. Carala deambula por la noche en las calles de París, preguntando a conocidos y desconocidos si han visto ese mismo día a Tavernier. Al apreciar como la cámara capta esa aparición ambulante, vestida de negro portentoso, de cabello rubio y con algo de actitud altanera, uno intuye que lo que Malle quería hacer era un estudio de los aspectos formales del film-noir, más que crear una femme fatale en el personaje que interpreta Jeanne Moreau, y tal vez probar si la inclusión de esta forma sería suficiente para sacar un film-noir de una película que es mucho más libre, que en realidad no sigue convenciones de forma ni estilo. Y el resultado parece haberle revelado que no, pero que esta experimentación los llevaría a dar con los productos del futuro. 

Otras impresiones:
1. Estoy casi del todo seguro que esta película tuvo mucho que ver en muchas decisiones visuales y musicales de Zimna wojna de Paweł Pawlikowski: París y el jazz en la Posguerra.
2. Los alemanes negando siempre su ímpetu retroactivo de conquista.
3. La pareja de gays disimulada que se está hospedando en el hotel y que se la pasa jugando ajedrez.
4. O sea, ¿por qué los cuerpos de los 50's no pudieron continuar así de buenones sin echar a perder su genética hasta el 2019?
5. En la recámara de la chica florista hay un póster de una pintura de Van Gogh. Ya se veía venir lo que iba a hacer Godard.
6. "Una cámara siempre tiene más de una foto"... y miles de matrimonios y noviazgos monogámicos se derrumbaron.

4 / 5

lunes, 31 de julio de 2017

Cet obscur objet du désir (1977) / Dir. Luis Buñuel

Por A Lady

Luis Buñuel es un anarquista de la imaginación y del pensamiento, dijo alguna vez un crítico, y si se revisa gran parte de su filmografía se da uno cuenta en qué medida esta aseveración es tan acertada. Un crítico no se la tiene fácil frente a las películas de Buñuel, porque sólo después de seguirlo a lo largo de varias de sus creaciones empiezan a emerger imágenes, temas, más o menos recurrentes que, sin embargo, van mutando con el tiempo, para volver a aparecer luego en su forma inicial; finalmente, el espectador se halla incierto en la encrucijada de diferenciar entre el sarcasmo intencional, el accidente y la tomada de pelo. Los que ven las películas de Buñuel también se vuelven parte de su broma seria de mostrar que la civilización occidental no es nada más que el absurdo más sofisticado y que nos han embaucado a todos. Y es, en parte, un poco sorpresivo que, la que él tal vez consideraba iba a ser última película y sí acabó siéndolo, es un filme con un desarrollo temporal "convencional" y que podía tener muy buen marketing gringo: una historia sobre sexualidad, contada en retrospectiva, hablada en francés, de un ganador de Óscar y con dos mujeres europeas protagonistas que cumplen a cabalidad los estándares de belleza de Hollywood. Es tal vez por eso que Cet obscur objet du désir es una de las películas de Buñuel preferidas en ese país, pero descartar la posibilidad de su trascendencia por el mismo motivo significaría verse demasiado ingenuo ante los ardides de Buñuel como creador y bussinessman, porque la última obra de don Huicho parece ser modesta de ambición, pero, a mitad de camino, explota y derrumba, como una de las bombas de los terroristas que aparecen durante todo el film. 
La decisión creativa de que dos actrices, las asombrosas Carole Bouquet y Ángela Molina, se repartieran el rol de Conchita fue en realidad la consecuencia de que, según el chisme, la muy conflictiva y conflictuada Maria Schneider tuvo que ser despedida durante el rodaje porque "desacuerdos" con Buñuel y el guión. De nuevo, pareciera que lo que acabó siendo una paso genial para mostrar la dualidad de personalidad y del atractivo de Conchita, fue solamente una casualidad provocada por contratiempos que no debieron suceder, pero que, a la vez, es tan excepcional que cuesta creer que se haya tratado simplemente de una solución práctica a un problema repentino. Y otra vez caemos, con gusto, en la mofa de la genialidad de Buñuel. Sea como sea, la fuerza de este personaje dual no se basa tanto en el poder histriónico de Bouquet y Molina, sino en el magnetismo que radica en los detalles de sus actuaciones: las miradas, las rabietas, la manera de andar, la entonación, detalles que, según la actriz, se diferencian mutuamente, pero que se complementan en tal medida que nos es imposible separarlas del complejo ser que es el objeto del deseo de Mathieu. De los rasgos mencionados hasta ahora tal vez pueda adquirirse la idea de una película machista que cosifica a su personaje femenino central, la cual es sólo la impresión que la película aporta durante los primeros minutos, es decir, antes de que quien esté observando se de cuenta de que lo que aquí se disputa es el control absoluto sobre el otro. Mathieu recurre a su dinero y Conchita a su cuerpo, y la parte que gana 90% de las veces es Conchita, por lo menos en cuanto a control se trata, porque aunque Mathieu intente escapar de su desdén, termina por regresar aun más entusiasmado que la ultima vez, ya sea por ¿azar? (como en esa escena donde encuentra la encuentra trabajando de guardarropa en un restaurante, lo cual se me hace demasiada casualidad) o por firme intención (como cuando a la sigue a Sevilla después de ser deportada. Y digo el 90% de las veces porque el 10% restante (ese fatal 10%) es aparentemente (este es el ciclo en el que más he ocupado este adverbio) la necesidad de continuar esa reyerta placentera del deseo y la convivencia, cuyo único objetivo obtener el dominio del otro. Esto queda sugerido en el último reencuentro entre Mathieu y Conchita, que implica quizá la repetición incansable de esta dinámica.
No está demás señalar los cambios y permanencias en los medios de representación de Buñuel en esta película. No sé si delinca por guiarme demasiado en mis impresiones para hasta la película del ciclo vine a darme cuenta de que al Buñuel del periodo francés no le gustaban las tomas en exteriores, de las cuales Cet obscur objet du désir tiene varios y muy luminosos, pero recuerdo sólo algunos pocos en sus otras películas, especialmente en Los olvidados (una excepción en todos sentidos), en Viridiana, en Simón del desierto y en Tristana. Es, de cierta manera, como si la claustrofobia de otras de sus películas ya no se apoyara aquí tanto en espacios literalmente cerrados (como en El ángel exterminador), sino en el destino al que se debe atener la pareja de combatientes, en su falta total de posibilidad de escapatoria de ese círculo vicioso. El sol de París o de Sevilla los alumbra bajo palmeras, pero es porque tienen todo el mundo para continuar con su tarea sisifesca. El recurso de los terroristas que asolan Francia y España en la película es una metáfora más que efectiva del terrorismo emocional al que los seres humanos nos exponemos con frecuencia y, a veces, hasta voluntariamente, con la sola intención de proporcionarnos el engaño de que vencemos a la soledad, cuando lo único que hay debajo es la satisfacción de saberse con las riendas de otros afectos. Este mismo terrorismo, con sus bombas y fachas revolucionarias, llevan a fijarse con especial interés en la escena de los créditos finales, en la que, antes de que aparezcan los nombres, se ve explotar una bomba en el negocio frente al que segundos antes Mahieu y Conchita miraban por el aparador; esta detonación remite a las escenas finales de El ángel exterminador y Le Fantôme de la liberté, en las que suceden disturbios públicos que la policía intenta sofocar. De esta regularidad se pueden interpretar mil y un cosas, pero tal vez no es muy descabellado atribuirles la insinuación del desorden que resulta ser la vida humana, un caos que estamos destinados a escenificar una y otra vez, sin siquiera entenderlo o desearlo. Si se extiende lo que normalmente se entiende por caos, incluso el final de Simón del desierto podría entrar en esta categoría.
En esta película no se ven animales, pero se ve un enano y niños que escuchan con gran interés la narración de las experiencias sexuales con Conchita que Mathieu hace en la cabina del tren que lo lleva de regreso de Sevilla a París. Las embestidas a la Iglesia ya no son frontales, sino que se entreven en los comportamientos, como en la hipocresía pura de la madre de Conchita y en las repetidas ocasiones en las que la misma Conchita usa como arma poderosa su susodicha virginidad para hacer que Mathieu ceda en su presión sexual. Ya desde Le Fantôme de la liberté se nota una asimilación mucho más marcada de las situaciones surrealistas y/o contrarias a la moral tradicional en la cotidianidad de los personajes, como aquélla en esa película donde el sobrino amenaza a su tía con prácticamente violarla si ésta no accede a tener sexo con él, porque él ha sido tan paciente y tan cariñoso con ella que cree que una negativa a su petición es más bien una afrenta. En Cet obscur objet du désir se encuentra casi exactamente la misma situación entre Mathieu y Conchita, además de la escena donde Conchita les baila flamenco desnuda a los turistas, o cuando se encuentran a un terrorista tumbado a mitad de la calle o el simple hecho de que Mathieu y Conchita se echen cubetadas de agua en el tren. La flagrante anormalidad del surrealismo de sus películas anteriores alcanza aquí un nivel de normalización total, en tanto que ninguno de estos actos nos parece implausible, pero su motivación permanece difícil de entender o, de plano, del todo repulsiva. Tal vez el punto más álgido de este aspecto en Cet obscur objet du désir es la escena de las cachetadas que Mathieu, harto de lo que él considera puro teasing, le propina a Conchita hasta hacerla sangrar. Lo que vemos es repelente y asombroso a la vez, porque los pensamos es sólo una madriza de macho es, en realidad, uno de los puntos extremos de la dialéctica que han decidido llevar estos dos individuos. Valdría la pena esperar cuál sería la respuesta de Conchita.
También sólo hasta esta última película de Buñuel y del ciclo me doy cuenta de la carga semántica que lleva el flamenco en las únicas dos películas en las que lo he encontrado, es decir, en ésta y en Le Fantôme de la liberté. Cada vez que se ve a una bailaora taconenando, siguen situaciones en las que el sexo se coloca en el centro, como la dominatrix que se nalguea a su esclavo o el tablao-burdel en el que acaba trabajando Conchita. Es notable que las referencias que Buñuel hace a su país natal aparecen sólo en contadas películas y sólo en aquéllas de su periodo francés. Es como si, estando ya en Europa y tan cerca de España, le entrara la nostalgia con más fuerza, con más significado. México, por ejemplo, parecía bastarle en complejidad y peculiaridad. Cet obscur objet du désir se estrenó en 1977, el año en que también se celebraron las primeras elecciones democráticas en España después de décadas de Franquismo y es un poco irónico que el fin de la dictadura en España haya coincidido con el final de la producción cinematográfica de Buñuel, como si uno de los cometidos de don Huicho hubiera sido cumplido. En 1977 se estrenaría también Eraserhead de David Lynch, anunciándose como cine avant-garde o experimental. El surrealismo ya no era la extrañeza de la vida. Era la vida misma.

Otras impresiones:
1. Muni (con un timing cómico apabullante), Michel Piccoli, Fernando Rey y Julien Bertheau, hasta el final de la carrera de Buñuel. ¿Por qué no las grandes luminarias?
2. Qué elegante don Mathieu tomando Chartreuse vert de cena. Uno más que me confirma que ésa es la bebida de la buena vida. Medio sicótica, pero buena al fin.
3. La burguesía, también, hasta el fin. Comienzo a sospechar que, a final de cuentas, Buñuel le dedicaba con mucho amor todas estas burlas a los burgueses. No olvidemos quién pagó el rodaje de Un chien andalou.
4. El que se escuche Die Walküre de Wagner al principio y al final de la película revela mucho del mujerón que Buñuel quería de Conchita.
5. Cuánto le debe Roma de Cuarón a Buñuel, en especial a Los olvidados. Esa miseria en blanco y negro.
6. España tiene algo que embruja. Y sus gentes no lo hacen menos. 

4½ / 5

viernes, 28 de julio de 2017

Le Fantôme de la liberté (1974) / Dir. Luis Buñuel

Por A Lady

Después de Le Charme discret de la bourgeoisie no había posibilidad de que a Buñuel se le dictara línea creativa en Francia. El señor se había ganado un Óscar y era el director activo que contaba, quizá, con la filmografía más antigua en retrospectiva, además de contar con el respeto y la colaboración fija de su productor francés Serge Silberman y de su (co)guionista Jean-Claude Carrière. No es entonces ninguna sorpresa que la realización de una película como Le Fantôme de la liberté haya sido posible sólo hasta los años 70, incluso para el caso de una osadía como la de Luis Buñuel. Esta película da la impresión de ser el producto que Buñuel siempre soñó hacer, el filme surrealista a color que, a diferencia de Le Charme discret de la bourgeoisie, no lleva ni un solo hilo narrativo hasta una conclusión, sino que sigue una corriente de eventos más o menos lineares cuyo único régimen es el azar, que todo lo gobierna y determina. Don Luis apuntó en su autobiografía que si a una de sus películas podía profesarle un cariño especial, seguramente ésta sería Le Fantôme de la liberté, por el simple hecho de que el azar, lo relativo de las costumbres y la moral y el "misterio de la existencia humana", el que sea que éste fuera para Buñuel, son los fundamentos temáticos del film. Motivos sobre los que quiso hacer una película durante toda su carrera y, si se observa ni con tanto cuidado, se pueden hallar las mismas grandes porciones temáticas de casi todas las demás películas del ciclo, y podría decir que hasta mejor logradas que en la que ahora nos atañe. Pero si algo tiene Le Fantôme de la liberté es que es engañosa en cuanto a su apariencia. Positivamente engañosa, quiero decir, porque la falta de coherencia superficial que muestra como una pátina de burla hacia el mundo (sus espectadores incluidos) va revelando capas de pensamiento con cada nueva vista. Y lo mejor de estas revelaciones paulatinas para el espectador es que las mismas se vuelven, de cierta manera, parte de su juego transgresivo, porque el sistema de funcionamiento de la no-trama del filme no deja que ninguna conclusión se funde de manera contundente. Casi todas las interpretaciones inteligentes son posibles y, quizá, también muchas de las estúpidas. 
Tengo que confesar que sólo a la segunda vez pude enterarme de que esta película no se trataba de un capricho. Bueno... de un capricho sin contenido. Desde el cuadro de títulos, que tiene de fondo El 3 de mayo de 1808 de Goya y anuncia que la acción inicial del filme se basa en una historia de Gustavo Adolfo Bécquer, la cual transcurre durante la ocupación napoleónica de Toledo, en la que lo que más llama la atención ya no son los sacrilegios con los que uno se topa (soldados tomando vino de consagrar y agarrando las hostias como botana), sino las inversiones morales e ideológicas que relucen sólo segundos, como destellos: el soldado español que grita "¡arriba las cadenas!" y otro que dice "¡abajo la libertad!" justo antes de ser fusilados por los franceses. Esta línea narrativa prosigue de manera interesante y, en el momento menos apropiado (para uno, porque para Buñuel es el más apropiado) nos damos cuenta de que esta historia era nada menos que la actualización que una lectora le daba a la traducción de la historia de Bécquer al francés. A lo que sigue la historia de esta mujer, una empleada doméstica, que se entretiene con su libro mientras "cuida" a la hija de su patrona, a la que un dizque pederasta le regala unas fotos aparentemente pornográficas, fotos que la niña enseña a sus padres al llegar a casa y resultan ser fotos de arquitectura francesa, con las que los padres se calientan y comienzan un intento de faje, para luego correr a la empleada y regresarle las fotos a la niña, y pasar después a la enfermedad del padre de la niña, el cual tiene sueños demasiado reales, por lo que va con el médico, que le dice que no tiene nada, y este médico tiene una enfermera que... y la ilación fortuita continúa así, hasta terminar en lo que parece ser la represión de unos desórdenes públicos en la que los animales de un zoológico juegan un papel esencial. Por muy inconexa que suene, esta serie de situaciones humanas sirve de escenario perfecto para la inversión de toda convención social y valor moral, especialmente aquéllos que sen ven involucrados en los rituales cotidianos en los que, por lo general, deben hacerse juicios de valor. Como las historias, que quedan siempre inconclusas, las acciones de los personajes de esta película nunca llegan a tomar del todo efecto: un clase de filosofía del derecho que nunca acaba de tomar forma; una reunión en la que los invitados se sientan a la mesa para defecar y orinar, y durante la que se levantan para ir al comedor a ingerir alimentos, como si de algo repugnante se tratara; un hombre al que le informan que padece de cáncer terminal de una manera, por demás, mexicana; una pareja que reporta a su hija como extraviada, cuando en todo momento está junto a ellos, etc. Hay casos dentro de esta serie de inversiones donde lo que se supone debería ser algo escandoloso (y miren que hay incesto, fetichismo, necrofilia, pederastia, genocidio, etc.) o inentendible resulta ser parte de casi cualquier normalidad occidental, de ésas que vivimos hoy en día.
En diferentes escenas a lo largo del filme aparecen animales y, si no me equivoco, es en Le Fantôme de la liberté donde la variedad de éstos alcanza su punto máximo en la filmografía de Buñuel: gallos, emúes, avestruces, tigres, simios, entre otros, dan la impresión de estar obsevando al espectador, y por espectador debe entenderse a los humanos. Es posible que Buñuel haya aprovechado la (in)expresión de cierta avestruz que parecía mirar con mucho desconcierto todo este indescifrable desmadre que es la humanidad. Para este punto, la carga simbólica con la que Buñuel carga a sus animales es tan extensa y usada de manera tan distinta que las posibilidades de interpretación de su presencia en cuadro son innumerables. 
Si hay algo que hace que esta película no sea el escalón superior a Le Charme discret de la bourgeoisie es su duración, que se alarga 103 min, cuando la concentración de su statement, cualquiera que éste sea, pudo obtener mayor grado de concentración en una extensión menor. En algunos momentos, uno puede perder de vista detalles importantes para concluir algo inteligible y apreciar mejor la película, y la poca relación mutua de sus "episodios" sin costuras lo hace algo difícil. Aun así, Le Fantôme de la liberté es la obra de un Buñuel con pleno control de su medio e ideas, de un genio que, sin tener miedo a repetirse, sabe que no está haciendo lo mejor de su carrera, pero que está totalmente consciente de la relevancia de lo que asevera: la única libertad que existe es la casualidad.

Otras impresiones:
1. Simplemente no hay manera de negar la influencia que el humor de esta película tuvo sobre Monty Python.
2. Según muchas fuentes, el título de la película es una alusión a las primeras líneas del Manifest der kommunistischen Partei de Marx y Engels, en las que se dice, parafraseando, que el fantasma del comunismo (o sea, de todo lo política y socialmente subversivo en el s. XIX) rondaba por Europa. No me suena tan descabellado.
3. Me dio mucha risa la escena del médico que no quiere decirle a su paciente que tiene cáncer. Porque de seguro estuvo inspirado en algún médico papanatas de México que, por no hacer "sentir  feo" a Buñuel, daba un montón de rodeos para no decirle lo del cáncer. Buñuel se moriría de cáncer de hígado en 1983. En México.
4. "¿Qué es eso de la parafernalia?". Jajajaja.
5. La burguesía y Buñuel, amor-odio forever
6. Pongan especial atención a los zorros que puedan encontrar.
7. Esta película es una muestra de que los que están mal son Lars von Trier y su compañía de pelados.   

4 / 5