Por A Lady
El Óscar® es el premio de cine más político del mundo y, tal vez, también el más famoso y de más alcance en la recepción del público. Quien gana uno de esos pelones, entra de forma inmediata a un registro que es de relevancia no sólo para los film buffs, sino para historiadores y varios otros científicos sociales. Pero, frecuentemente, esta relevancia no está fundada en el mérito estético, sino en la urgencia social que la Academy of Motion Picture Arts and Sciences crea necesario desfogar con un reconocimiento de semejante impacto. Ejemplos para verificar esto, sobran: el infame y ahora muy polémico triunfo de The Greatest Show on Earth sobre High Noon en 1953 (McCarthysmo), Crash (ésa de Paul Haggis de la que nadie se acuerda, no la de Cronenberg) ganándole en 2005 a Brokeback Mountain también como mejor película (homofobia), una innecesariamente lacrimógena Alicia Vikander en The Danish Girl ganándole en 2015 a una verbalmente estimulante Kate Winslet en Steve Jobs como mejor actriz secundaria (transfobia) y, más recientemente, (y sé que por esta muchos me van a aventar chanclas al monitor) Moonlight ganándole en 2016 a La La Land y a Arrival como mejor película (racismo). Que no se me malentienda; la mayoría de los desempeños o productos que resultan premiados poseen calidad y es un fenómeno natural que un producto artístico pierda o gane importancia con el paso del tiempo y la perspectiva que éste otorga. Pero, en el caso de los Óscares, es evidente que quien lo recibe corre el riesgo de no ser visto con tanta admiración en unos diez años después de que recibió su pelón de (chapa de) oro. ¿Por qué interesa esto? Porque en 1972 Luis Buñuel se volvió parte de esos archivos de la AMPAS por una película que puede considerarse la síntesis de todos los recursos artísticos que, para ese entonces, había aprendido a dominar durante 43 años y de los cuales se había vuelto el maestro indiscutible en el mundo. Le Charme discret de la bourgeoisie es la última obra magistral de Buñuel. Creará otras pocas obras dignas más, pero ninguna otra obra de estos tamaños.
El responsable primario de que la AMPAS haya ¿honrado? a Luis Buñuel con su primer y único Óscar fue Serge Silberman, el productor del filme, quien recibió el premio en la gala e invirtió tiempo, dinero y esfuerzo en hacer campaña en USA para que la película tuviera resonancia allá. Si se ve hacia el pasado, a aquél que vino después del escándalo de L'Âge d'or que transcurrió entre un MoMA interesado a medias y un Hollywood mala paga, se vuelve más que entendible por qué Buñuel se rehusaba a volver a Estados Unidos a promocionar lo que fuera. Tuvo que haber sido algo muy fuerte, un recuerdo muy grato, el que llevó a don Huicho a aceptar ir de nuevo con los gringos. Con una condición: ni de broma aceptar un Óscar... públicamente. Y es aquí donde uno se pregunta: ¿por qué Buñuel? ¿Qué hubo de por medio para darle un Óscar al filme del director que en 1972 era probablemente el que representaba todo lo que USA siempre ha satanizado: socialismo, anticapitalismo, apostasía, blasfemia, morbidez, humor negro, inteligencia, etc. Luego ve uno a la caballada flaca con la que Le Charme discret de la bourgeoisie estaba compitiendo y surge otro motivo posible. Luego, si se pasa revista de los ganadores del Óscar a película en una lengua extranjera, resaltan en el registro gran parte de los filmes internacionales que han creado el canon cinematográfico que sigue vigente hoy en día (pienso en 8½, en Ladri di biciclette, en Rashomon, en Jungfrukällan). Y, para acabar, es necesario ver qué productos vieron la luz en las pantallas de 1972: The Godfather; Cabaret; Viskningar och rop; Deliverance; Aguirre, der Zorn Gottes y (ahora empieza a quedarme claro todo) Pink Flamingos: times were a-changin'. Pero para los gringos cambiaron con un atraso de 43 años en comparación con Buñuel. Ya no parece, entonces, tan peculiar el que se haya decidido premiar un filme de quien en ese año era ya una leyenda creadora y uno de los directores con más larga carrera en el medio, aun si esto significaba aportar más evidencia a la tesis de politización de sus galardones. Al final, Buñuel salió cobrándoles a los gringos todo lo que habían quedado a deberle. Con creces.
Le Charme discret de la bourgeoisie no tiene una escena mala. O un descuido o algo cuestionable. Nada. Es, sencillamente, esa creación típica de los genios prolíficos, la que conjunta todas las agilidades más o menos paulatinamente dominadas y ampliadas por el impulso que se encuentra en actividad permanente. Antes había escrito que esta película era poco menos que un remedo con presupuesto de El ángel exterminador, y qué equivocado estaba. Si bien la premisa de la producción francesa es, a grandes rasgos, la misma que la de la mexicana, no hay comparación entre la amplitud temática de aquélla con la delimitación de ésta. Los invitados en El ángel exterminador son literalmente incapaces de salir de la sala de un mansión y los invitados de Le Charme discret de la bourgeoisie no pueden probar bocado de las múltiples comidas que organizan o a las que son invitados. Al final, ambos grupos superan sus respectivos impedimentos, pero no sin consecuencias ulteriores, porque los finales de ambas películas son inciertos, pero certeramente desoladores, como la balacera del final, de la cual, aparentemente, los invitados ya no se levantan, justo después de que, por fin, habían podido probar bocado.
Todos los objetos de crítica de la carrera de Buñuel están aquí, pero lo que es verdaderamente fascinante de ver es la manera en la que el espectador se convierte aquí en la última burla de don Luis, ya que nunca sabemos a ciencia cierta si lo que vemos es en realidad un gran sueño desde el inicio de la acción o si sólo algunas partes lo son, lo que se hace maravillosamente flagrante en los últimos 20 minutos del filme con las cadenas de sueños entrelazados. La técnica que se había planteado desde Belle de jour rinde aquí los más sabrosos de sus frutos, potencializados por el hecho de que la mayoría de las acciones es totalmente plausible: ser interrumpidos al comienzo de la cena, encontrarse con alguien inesperadamente, equivocarse en la hora y día de una invitación, contar un sueño o una anécdota en una reunión, etc. A pesar de que las secuencias de los sueños narrados por los soldados sean un recurso que, como el mismo Buñuel declaró alguna vez, se basaba en meter cualquier sueño que hubiera tenido recientemente, se trata de la misma irrealidad y del mismo absurdo en las que se fundan las convenciones sociales más tradicionales en Tristana y el juego con el espectador que plantea Belle de jour. Tal vez es por eso que los personajes principales de esta película basan la mayor parte de su normalidad y su orden en la apariencia; en la escena en la que el obispo, guiado por su impulso fetichista, llega a casa de los Sénéchal a pedir trabajo de jardinero y éstos lo echan, sólo para besarle el anillo (jajaja) cuando regresa unos segundos después con todo el esplendor de su atuendo clerical. Para los Sénéchal, así como para su círculo de amigos, la apariencia es el único medio posible para justificar su superioridad. El contraste que provocan estas apariencias es de lo que se nutre su convicción de que el mundo fue creado para ellos y que todos aquéllos que resaltan negativamente deben, por axioma, pertenecer a la "clase trabajadora". Una de las escenas que no me canso de ver y que más risa me causan es ésa en la que François Thévenot llama a su chofer sólo para hacerlo tomar un martini, el cual éste se bebe de un solo trago, con la sola intención de mostrar cómo no se debe beber un martini. Tal vez sea la mejor de estas escenas aquélla en la que los integrantes de las familias y el obispo se descubren a sí mismos como intérpretes de una obra de teatro que parece tener los mismo diálogos intrascendentes que utilizan en su vida diaria. Hay sólo una cosa que pone en evidencia el perverso mecanismo de las apariencias: las palabras. Es casi increíble ("casi" porque es Buñuel) la sutileza de la trampa que siempre acaba por traicionar a todo ser humano, especialmente a aquél que se basa a sí mismo en un discurso puramente material. A lo largo del filme se van acumulando las escenas en las que lo improbable es sólo consecuencia de que los personajes carecen de un filtro que les impida decir o idioteces o verdades ocultas, como en la escena en la que Simone Thévenot saluda sin más a su propio marido en la casa de don Rafael, con el que tiene un affair y a quien François visita de improviso, o cuando el estruendo de un avión o un coche enmudece una verdad política incómoda (este recurso es uno de los más geniales que le conozco a Buñuel), o esa maravillosa escena en la que, sin más, una mujer le confiesa al obispo que siempre le ha tenido repulsión y asco a Jesús, o todas las declaraciones de la hermana de Simone (que vomita todo cuando bebe, que prácticamente basa su alimentación en alcohol), las cuales deberían ser incómodas. Deberían, pero no lo son, porque su arma más letal, su "discreto encanto", es una indiferencia del tamaño del mundo y hacia todo lo que no sean sus necesidades más inmediatas y la conservación de su orden de apariencias. Y justamente esto es lo que hace de Le Charme discret de la bourgeoisie la síntesis de una capacidad creativa genial cuya obsesión y propósito fue desenmascarar los fundamentos de la gran farsa que es la sociedad humana, es aquí donde descubre que ni el cristianismo, ni el capitalismo, ni el racionalismo eran el yugo regio de los humanos. Era, es, la indiferencia, la que se ve cuando el grupo de los Sénéchal y los Thévenot va caminando en una carretera angosta sin destino certero, viendo a su alrededor como paseando un rato, y lo único que la cámara nos deja distinguir al no-final del camino es más camino y vapor. Y su repetición.
Otras impresiones:
1. Alguna vez oí decir a A.O. Scott que es siempre más común pensar en las condiciones de vida de los pobres, pero que es muy incómodo pensar en la de los ricos porque nos revela abismos que no son agradables de mirar.
2. Desde la adolescencia, siempre me ha gustado el póster de la película. Se cuenta que Buñuel, sorprendentemente, lo encontró ridículo.
3. El personaje de Fernando Rey y la República de Miranda de seguro tuvieron su modelo en algún político mexicano y en la República Mexicana, con todo y su pobreza y sus matanzas de estudiantes.
4. Si Buñuel viera que esas matanzas no se quedaron en los 60's... ¿qué habría hecho?
5. Se ve que, para 1972, alguien le había acercado la tecnología a Buñuel, porque esas tomas dinámicas y con trolley no habían aparecido hasta ahora.
6. El rostro de Stephane Audran.
7. Cuando el Óscar llego a manos de Buñuel, la AMPAS le pidió encarecidamente que les mandara una foto posando con la estatuilla. Sí lo hizo... con una peluca rubia y lentes oscuros. Miren:
8. Buñuel no fue a los Óscares, pero sí a visitar a su querido cuatacho George Cukor, quien invitó a tomar el pastelito coqueto a la banda de delicuentes de Billy Wilder, William Wyler, George Stevens, Rouben Mamoulian, John Ford, Robert Wise, Alfred Hitchcock, entre otros hijos de vecina. Aquí les dejo las pruebas:
¿Por qué ve así a George Stevens? Jajajaja.
5 / 5
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